Mi hijo se fue de casa a los 17 años.

Las discusiones con él eran constantes y ni su padre ni yo, conseguíamos sacar nada bueno. Él no quería estudiar de ninguna de las maneras, tenía que repetir cuarto de la ESO, porque le quedaron cuatro asignaturas, pero se negaba.

Decía que trabajaría de cualquier cosa, que para estudiar siempre estaba a tiempo y que ahora mismo no le apetecía. Nosotros intentamos por todos los medios hacerle entrar en razón, le pedí por favor, que como mínimo terminase la ESO, que no le pedía nada más, que, si quería, luego ya podía buscar trabajo. Pero fue imposible.

Cada vez se nos fue yendo más de las manos, y en una de esas discusiones salió la frase sentenciante: mientras vivas bajo mi techo, harás lo que yo te diga.

Y se fue.

Cogió todas sus cosas por la noche, mientras estábamos dormidos, y por la mañana a primera hora ya no estaba.

Nos pusimos de los nervios, avisamos a toda la familia, amigos o gente que creyéramos que podía saber algo, pero nadie sabía nada. Le llamamos, enviamos mensajes e hicimos todo lo posible, y como no conseguimos contactar, fuimos a denunciar su desaparición a la policía.

Cuando tuve que describirle mi hijo al policía, de repente todo se volvió real y solo pude llorar. Mi marido terminó de hacer la denuncia y nos intentaron tranquilizar, diciendo que seguro que estaba bien, que era bastante común que los hijos se fueran de casa tras una discusión, que estaría en casa de un amigo y que en seguida recibiríamos noticias.

Aunque yo también pensaba eso, no saber donde estaba mi hijo me tenía en un sinvivir. Ya no sentía rabia, no estaba enfadada, solo quería saber donde estaba. Mi marido estaba mejor que yo, o eso parecía, decía que era una chiquillada y que esto era precisamente lo que nuestro hijo estaba intentando, asustarnos para luego no tener que ceder y que nosotros le permitiéramos no estudiar, por miedo a que se volviera a ir.

Pasaron cuatro días en los que seguimos sin saber nada de él. Seguíamos llamándole, enviando mensajes y preguntando a todo el mundo, pero no daba señales de vida. Al quinto día me llamó una prima lejana, y me dijo que mi hijo estaba en su casa.

El día que se fue, había cogido un autobús y se había ido al pueblo donde habíamos veraneado hacía un par de años. Habló con su primo segundo, que tiene tres años más, y le pidió que lo acogiera un tiempo. Así estuvieron hasta que mi prima lo descubrió y me llamó para avisarme.

Sentí muchísimo alivio, avisé a su padre y le pedí a mi prima que me dejase a hablar con él, pero me dijo que él no quería. Se negaba a salir de casa de su primo y dejó muy claro que no quería hablar con nosotros. Mi prima había intentado convencerle, pero no había manera, estaba muy enfadado, así que nos pidió que dejásemos que pasasen unos días y, cuando estuviera más relajado, volveríamos a intentarlo.

Al día siguiente, retiramos la denuncia.  Yo quería ir a recogerle, pero mi prima me decía que creía que sería mala idea, que podría volverse a marchar y que entonces ya no habría nadie que supiera donde está o que pudiera vigilarlo. A parte, mi marido estaba enfadado, veía lo que había hecho nuestro hijo como una ofensa y no contemplaba la posibilidad de ir a buscarle. Así que no fuimos.

Yo hablaba cada día con mi prima y le preguntaba como estaba todo. También hablé con el primo con el que se estaba quedando mi hijo,  que no se quiso mojar en nada y solo me decía que lo teníamos que arreglar entre nosotros. Fui esperando a que las cosas se calmasen, intenté darle tiempo y respetar lo que necesitaba, y así, a lo tonto, pasaron dos años.

Dos años en los que no hablamos con él en ningún momento, dos años en los que no pude felicitarle por su cumpleaños, escuchar su voz o abrazarle.

Fue muy duro, la situación se fue complicando día tras día y cada vez tenía más claro que no iba a volver.

Supe por mi prima que encontró trabajo en un supermercado y que estaba ahorrando para una moto. Había hecho amigos allí y estaba bien. Era lo único que me consolaba, saber que estaba bien. Yo mantenía la esperanza de que algún día quisiera hablar con nosotros, y, de repente, una tarde sonó mi teléfono.

Casi rompo a llorar en el momento en el que oí su voz. Él estaba algo nervioso, me preguntó como estaba y se medio disculpó por no haber llamado antes. Le dije que le echaba de menos, le pedí verle, y él me dijo que si su padre no estaba muy enfadado, nos invitaba a los dos a venir al piso que había alquilado. Le pregunté si me llamaba por algo más, y me dijo que prefería hablarlo en persona.

A mi marido no le hizo mucha gracia la situación, pero le noté ilusionado con ver a nuestro hijo. Cogimos el coche y nos fuimos para allí.

Cuando le vi, me pareció que había pasado una eternidad. Estaba enorme, tenía barba y detrás de él, esperaba una chica que nos miraba tímida.

Le abracé y lloramos los dos, nos pedimos disculpas y nos prometimos que no volveríamos a hacer las cosas tan mal. Mi marido miraba toda la situación y no se movió hasta que mi hijo fue hacia él y le pidió disculpas por todo. El momento fue un poco tenso, pero finalmente se entendieron y se abrazaron los dos.

Mi hijo nos presentó a su novia, una chica muy guapa y simpática que nos dio la bienvenida y nos enseñó el piso. Nos quedamos a comer y en los postres, nos soltaron la bomba: estaba embarazada.

Mi niño iba a ser padre. Una mezcla de ilusión y miedo me recorrió el cuerpo, le felicité emocionada y mi marido les abrazó a los dos y bromeó con que ahora sabría lo que es aguantar un hijo tan cabezón.

Él nos explicó, que su novia siempre le había insistido en que debía arreglar las cosas con sus padres, que él lo iba dejando pasar y que, cuando supieron la noticia, ella le exigió intentar hacer las paces. Le dijo que si no era lo suficientemente maduro como para hacer eso, no confiaba en él como padre. Así que él, que había ido aplazando el momento por orgullo, se decidió y me llamó.

Después de dos años sin saber de él, me lo encontré con la vida hecha. No me esperaba para nada la noticia, y aún no tengo claro si me pareció la mejor circunstancia para recuperar el contacto. Pero gracias a eso, mi hijo volvió a mi vida.

 

Anónimo

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