El fatídico 2021 terminaba, aunque no prometiese mucho, el año 2022 tenía que ser su año. Por fin era la última semana antes de la noche de Nochebuena.

Sin embargo, Rober no tenía ni un duro en la cuenta y muchos regalos por hacer. Llevaba 6 meses en paro y la situación no parecía revertir. Había hecho de todo para poder conseguir algo que le diera una independencia económica, pero sin resultado. Los ahorros de años habiendo trabajado se le agotaban al ritmo de los caramelos en un parque infantil. Era consciente de que tenía que idear la forma de conseguir dinero rápido con premura.

Una de las noches en las que los sueños le inquietaron, soñó que vestido de ayudante de Santa Claus cobraba propinas que le hacían ganar tanto dinero que podía comprar un billete a Panamá y costearse una estancia de más de 15 días en el pequeño país de la diversidad. Cuando su madre lo despertó al grito de que la comida ya se enfriaba en la mesa, Rober ya nadaba con delfines en el arrecife Holandés Keys.

Una cuartilla con un anuncio de empleo descansaba junto a los cubiertos cuando se sentó a la mesa aun frotándose los ojos para alejar la cruda realidad. Preguntó a su madre de qué se trataba. Amelia, junto con un gesto de complicidad, le indicó que había aparecido aquella misma mañana en el buzón. Se trataba de un anuncio de empleo como Elfo en el Centro Comercial de la ciudad. Un sueño para cualquier parado de media duración, ¡sin duda!

Sin embargo, la semana que duraba la contratación estaba muy bien remunerada y, a cambio, solo debía asistir a Santa en las visitas y plegarias de los pequeños que se sentaban en las rodillas reumatosas de la antítesis de Gianluca Vacchi. Solo esperaba que aquel monigote barrigón no fuera un tirano dictador.

Rober lo pensó y decidió que, después del café con tostadas, llamaría al número que se mostraba en enormes dígitos en el anuncio. No hicieron falta más que dos frases para conseguir una entrevista, que pasó al día siguiente sin problema, mintiendo descaradamente al aclamar ser un enamorado de los pequeños y pequeñas aún ilusionados con la Navidad. En el cajón de los secretos deberían quedar esos años en los que había sido el Grinch de la Navidad, careto verde y vómitos de alcohol incluidos. Y es que, siendo sinceros, no había tenido una juventud muy ejemplar.

Su adolescencia había sido convulsa. La mezcla de alcohol en cantidades ingentes con la que buscaba adormecer los problemas que le atormentaban lograron hacer de él un personaje diametralmente opuesto a un risueño Elfo de la Navidad. Se sentía incomprendido, perdido, diferente al resto. Y solo cuando entendió que el sentirse distinto a los demás era lo que realmente marcaba la diferencia, entonces, pudo moderarse y alejar el problema que lo perseguía.

La primera mañana en la que debía presentarse en el nuevo trabajo amanecía fría y bañada en copos de nieve sin descanso. Miró por la ventana y se hizo la misma pregunta que se hacía todos los días que nevaba: ¿por qué la gente no lleva paraguas ni se protege de la nieve si es agua congelada y moja exactamente igual? Entonces se dio cuenta de lo innecesario de su razonamiento y corrió a desayunar y prepararse para acudir al Centro Comercial donde le esperaba su cometido en los próximos días. Antes de salir por la puerta, Amelia le dio un beso en la frente que denotaba un gesto de desearle suerte, lo miró a los ojos y no hicieron falta más palabras. Solo un adiós en forma de patinazo que le hizo visualizar su mentón contra el helado suelo. Por suerte, solo fue una visión.

Con bastante antelación llegó al punto al que debía acudir y se dejó caer en uno de los bancos de los pasillos de los grandes almacenes desde donde se divisaba el trono de Santa Claus, de momento vacío y bastante fantasmagórico. A pesar de ser pronto, los bancos de alrededor ya albergaban hombres con bolsas en sus manos que parecían una extensión de su mismo cuerpo. Aquellos que eran parejas de personas muy adictas a las compras, incapaces de seguir el ritmo de esas jornadas maratonianas. Alucinó bastante, por cierto, los establecimientos apenas llevaban 30 minutos abiertos.

Se hallaba aún sorprendido, cuando por delante de él pasó, con andar decidido y elegante, una mujer alta y morena de aquellas que, aunque en ese momento no estés mirando en esa dirección, hacen que te gires intuitivamente. Como en la peli de Jim Carrey, la mandíbula se le descolgó ipso facto. ¿De dónde salía aquel ángel sin alas? Sin poder despegarla de sus larguísimas piernas sin poder despegarla de sus piernas, la siguió con la mirada hasta una puerta con el rótulo de PRIVADO y que, para su gusto, se cerró tras ella demasiado pronto. ¿Pero qué acabo de ver? Eso no era normal- pensó para sus adentros.

Pasaron escasos minutos y otra mujer morena también bastante atractiva pero notablemente más baja se acercó a él con una carpeta en la mano. Mientras agachaba la cabeza ligeramente y le miraba con atención por encima de sus gafas, sus ojos se cerraron lo justo para dar a entender que se estaba preguntando si aquel era el Roberto que ella buscaba.

  • ¿Roberto? – preguntó señalándole con un boli Bic totalmente mordido.
  • ¡El mismo que viste y calza!
  • Perfecto, acompáñame que le voy a dar la ropa que va a vestir a partir de ahora. No es de Adolfo Dominguez pero también tiene su punto de glamour- terminó la frase e hizo una mueca de desprecio con la boca.

En cuanto se quiso dar cuenta, estaba al lado del trono de Santa Claus vestido con un traje de fieltro rojo y botones enormes, gorro verde con cascabel y pantuflas del mismo color terminadas en punta hacia el cielo. En ese momento, no deseaba otra cosa más que haber tenido que llevar máscara. Por supuesto, se imaginaba con la de Jason Voorhees en Viernes 13 machete en mano vengando la vergüenza que estaba pasando en ese momento.

Justo en el instante en el que en su imaginación tenía arrinconada a la tiesa que le había recibido minutos antes e iba a hacer justicia, un movimiento lo sacó de sus pensamientos sangrientos devolviéndole bruscamente al lado del trono de aquel abuelo rechoncho con barba frondosa, pelo blanco y un traje mucho más digno que el suyo propio. Santa lo saludó con un gesto de su cabeza y emitió un sonoro HO, HO, HO que sonó como de ultratumba. Notó que forzaba la voz y la modificaba. Rober pensó en alterar también la suya y así abstraerse y fantasear aún más con el personaje que debía crear para olvidar que esto lo hacía simplemente por dinero y no por gusto. La voz de pito le salía a las mil maravillas.

Después de interminables horas, niñas, niños, histerias, lloros, pataletas, terror en los ojos e incluso un par de ataques de ansiedad, la jornada terminó y, por fin, pudo deshacerse del dichoso gorro y del traje que había empezado ya a resultarle poco transpirable.

  • ¡Menuda mañanita!
  • Y eso que es la primera, ¡verás cuando se empiece a acercar la fecha y se vayan poniendo más y más nerviosos! – terminó la frase con una sonora risa y Rober pensó que nunca unas palabras le habían acariciado tanto. ¡Qué voz más preciosa! Y se giró como el jurado de La Voz.

Lo que entonces vio le heló el rictus. Santa Claus le hablaba con la voz más preciosa y dulce que jamás hubieran escuchado sus oídos, mientras se quitaba el gorro y la barba a la vez y descubría su verdadera identidad. Solo entonces recordó que únicamente lo había visto sentado, no había tenido tiempo ni siquiera de fijarse, pero sus larguísimas piernas y el contoneo de sus caderas no eran dignas de ningún viejo rechoncho, ni mucho menos. Una vez más se dirigió a él y dijo:

  • Perdona no haberme podido ni presentar, buen trabajo. Ha sido un placer, me llamo…

MUXAMEXAOYI