Mi primer novio me dejó por otra sin ningún tipo de miramiento y en toda mi cara.

El bocadillo de nocilla que le ofrecía ella pudo con mi mandarina, él ni se lo pensó. Me dejó plantada debajo de la canasta del patio del colegio y se fue de su mano al balancín, compartiendo sándwich y risitas por el camino.

Esa mañana no sólo me rompieron el corazón, también le cogí aversión a la fruta.

El siguiente fue más sutil, se enrollaba conmigo después de clase, y con una chica de su pueblo los fines de semana. Tardé meses y meses en averiguarlo. Bueno, a quién quiero engañar, si no se llega a enterar una de mis amigas por pura casualidad, yo no me hubiera enterado en la vida. Era joven, ingenua y creía que estábamos enamorados.

Lo superé como pude y le sucedieron tres o cuatro rollitos inocentes e intranscendentes, que una se había echado una capita de imprimación y unas cuantas más de pintura sobre el maltrecho corazón y no estaba por la labor de estropearlo otra vez.

Pero entonces, el último año de instituto, llegó él.

Tan guapo, tan carismático, tan divertido y adulador. Tenía a la mitad del alumnado babeando tras su culazo y, entre todas aquellas chicas, el tío me rondaba a mí. Quise hacerme la interesante un tiempo, pero caí en el minuto uno.

Me pasé cinco años ciega de amor, viviendo a su sombra. Poco a poco había ido desapareciendo, haciéndome pequeña a su lado, convirtiéndome en un mero accesorio.

Pero toda mi vida dio un vuelco cuando mi padre enfermó y mis prioridades cambiaron. No es que cambiaran, es que todo lo que no fuera mi padre y su bienestar, pasó a un segundo nivel al que rara vez me permitía acceder.

Mi padre falleció el veinticuatro de diciembre.

Mi novio, ese que tuvo a bien estar conmigo en el tanatorio y acompañarme en el entierro, me dejó el treinta y uno. El pobrecillo sentía que lo había abandonado los últimos meses, y que no quería estar con una persona tan dejada y poco animada a salir y vivir la vida. Que ya no era la chica con la que había empezado a salir.

Ahora miro atrás y estoy agradecida de que nuestros caminos se hubieran separado y la vida me librara de semejante mierda de ser humano. Pero en su momento… de no haberme sentido ya medio muerta por dentro, me habría querido morir.

El fallecimiento de mi padre me cambió para siempre, pero la ruptura de aquella relación también. Le cerré las puertas al amor, absolutamente convencida de que, en realidad, el AMOR no existía. Y cerré también las de mi vagina, básicamente porque me conocía y no quería correr el riesgo de dejarme las llaves del pecho a la vista de alguien a quien le abriera mis piernas.

Me llevó mi tiempo, pero conseguí de alguna manera recomponerme y volver a meterme de forma activa en esa rueda que es la vida, dedicando a mi padre ausente, y a la vez tan presente para mí, cada pequeño paso que iba dando.

Cuando cumplí los veintitodos las amigas que me quedaban después de mi largo duelo, es decir, las de verdad, me regalaron un vibrador. Por lo que me explicaron, temían que se me cerrase irreversiblemente el asunto y, dado que yo no permitía que ningún hombre bajara a jugar por ahí, no les había dejado otra opción.

Era un conejito rosa muy gracioso, pero lo guardé en un cajón de la cómoda sin intención de sacarlo de su embalaje siquiera.

Así fue hasta que, una noche, leyendo una novela cuyo título no revelaré (solo diré que pertenece al género chick lit), me di cuenta de que algo revivía entre mis piernas. Cuánto me arrepentí de no haberlo usado antes, la verdad. Pero bueno, el caso es que ese fin de semana salí con mis amigas, como habitualmente, pero con un ánimo diferente.

Cuando aquel tío, al que ya tenía fichado, se me coló en la barra, en lugar de ignorarlo y esperar, le solté una reprimenda.

Cuando, a modo de disculpa, se ofreció a invitarme a mi consumición, le dije que no, gracias, pero de buenas maneras, no con mi ya conocida bordería.

Cuando se acodó a mi lado a beberse su copa y entablar conversación, no lo dejé colgado y regresé a bailar con las chicas.

Cuando propuso salir a tomar el aire, no le dije que pasaba.

Cuando comentó que podríamos tomar la última en su piso, no le dije que no.

Cuando me besó y metió las manos por debajo de mi falda, yo ya tenía las mías ocupadas con su cinturón.

Bufff. Yo, que me jactaba de no necesitar el sexo para nada, pronto me vi quedando una o más veces por semana con este chico que me había sacado el candado de las bragas a golpe de sonrisa Profident y conversación agradable.

Pero, una cosa tenía muy clara, nuestra relación no iba a ir nunca más allá de un rollito, a lo sumo, de una amistad con derecho a roce.

Mis amigas me advertían de que, o bien me estaba engañando a mí misma, o bien lo estaba utilizando. Y me molestaba que lo vieran así. Vale que estaba a gusto con él, que a veces me dejaba llevar y me sorprendía escuchando salir de mi boca viejos traumas o confesiones que no le hacía a nadie más. Pero ni estaba enamorada ni le utilizaba, esos eran los términos de nuestra relación. Yo tampoco era otra cosa para él, solo esa chica con la que pasar un buen rato de vez en cuando.

Nos llamábamos. Quedábamos en su casa. Lo hacíamos como monos. Charlábamos un rato. Volvíamos a empezar. Recogía mis bragas de donde estuviesen y me iba. Y ya.

Lo supe en cuanto le hablé en aquella barra, con él no iba a haber nada más. Llevaba tiempo observándolo porque frecuentábamos los mismos sitios, y sabía que era la clase de tipo que conviene evitar. Demasiado guapo, demasiado encantador, demasiado cada día salgo del último pub con una tía diferente. Demasiado Casanova. Demasiado aunque no lo vea seguro que sigue coleccionando amantes. Demasiado peligroso. Demasiado ten cuidado o te romperá el corazón en mil pedazos.

Pero todo eso estaba tan arraigado en él, en su esencia, que incluso conmigo, que no le pedía nada, empezó a cometer fallos. Que si por qué no vamos al cine. ¿No te apetecería ir a cenar a tal sitio que me han recomendado? Un día podíamos ir a tu casa, y así me presentas a tu gato. Si quieres te recojo en el trabajo.

Y yo pensaba ‘¿De qué va este tío? ¿En qué momento?’.

Tenía que alejarme de él antes de que fuese demasiado tarde y se me fuera la pelota, pero llegó diciembre y con él las luces, los villancicos y la pena.

Me pilló con la guardia baja y le invité a cenar a casa. Tampoco es que me lo currara mucho, puse un pica pica con el embutido y el vino de la cesta de Navidad que me daban en el trabajo. Comimos. Lo hicimos en el sofá. Luego en el dormitorio. Nos quedamos dormidos.

En cucharita.

Yo. Durmiendo en cucharita. Con el chico del que no me iba a enamorar.

Me levanté a las cuatro de la mañana, recogí su ropa y lo desperté.

 

-Tienes que irte.

-¿Qué? ¿Por qué?

-Porque tú y yo no somos de los que se quedan a dormir.

 

Como es obvio, no volví a saber de él.

Pero lo tuve presente en mis pensamientos cada día. Me sentía mal, sabía que había actuado fatal. Pero tenía que ser así, o mi sufrimiento sería mucho mayor.

¿Le echaba de menos? Sí.

¿Me repondría? Seguro.

¿Verdad?

Supongo que sí…

Sin embargo, me estaba costando más de lo que creía evitar que mis dedos se deslizaran por la pantalla del móvil y le escribieran un mensaje. Tuve el pulgar a un milímetro del telefonito verde en más ocasiones de las que quisiera admitir.

Pero resistí. Porque ese chico no era para mí.

La mañana del veinticuatro de diciembre me levanté temprano, me duché, me vestí, pasé de desayunar y agarré la planta de color rojo que había comprado la tarde anterior.

Salí a la todavía oscura y fría mañana y él estaba allí, arrebujado en su abrigo y apoyado en la farola. Me quedé petrificada delante de él. Creo que le pregunté qué narices hacía ahí, porque recuerdo que él respondió que iba a acompañarme. No era una pregunta, sino una afirmación, pero a mí me enterneció tanto el hecho de que nuestras charlas postcoitales no fuesen más que cháchara irrelevante para él, que no fui capaz de negárselo.

Ese año mi padre debió de alucinar, allá donde estuviera, al verme entrar en el cementerio acompañada de un chico del que, además, no le había hablado nunca. Mientras colocaba con mimo la bonita poinsettia sobre la lápida frente a la que tantas horas había pasado, le hice un resumen de quién era el que me esperaba, con actitud solemne, unos metros más atrás.

Ese fue el primer aniversario de su muerte en el que no lloré durante mi visita. Es que incluso reí y me sonrojé entre tanto buscaba el modo de contarle a mi padre quién era ese hombre, sin traer a la mente imágenes del tipo de las que un padre nunca debería ver.

El sol asomaba cuando salimos del cementerio, mi padre había dejado este mundo a las seis y media de la mañana, y me gustaba estar allí con él a esa hora cada año. Y llevarle su planta favorita. A mi padre le gustaba todo de la Navidad, desde las poinsettias, hasta el árbol y el nacimiento, así como los villancicos y los regalos. A veces me parecía una traición del destino que hubiese fallecido en esa fecha. Otras, me parecía de lo más poético.

Yo sin él no era capaz de seguir celebrando la Navidad, me limitaba simplemente a llevar su planta cada año al cementerio.

Me subí al coche del chico al que había echado de mi cama y recorrimos en silencio la ciudad, hasta que aparcó de nuevo frente a mi portal. Se bajó antes de que llegara a darle las gracias por venir conmigo y abrió el maletero. Me pidió que le ayudase con unas bolsas de supermercado que cogí mientras él cargaba con dos voluminosas cajas. Yo tenía tanta curiosidad que obedecí sin rechistar cuando me pidió también que abriera la puerta.

Mi amigo con beneficios tenía todo un plan para ese día.

Horneamos y decoramos galletas.

Colocamos espumillón en todas las puertas.

Pusimos un pequeño nacimiento en el mueble de la entrada.

Montamos un árbol.

Lo decoramos con docenas de adornos que no pegaban nada entre sí.

Pusimos luces de colores.

Escuchamos villancicos.

Fue como viajar a otro tiempo y lugar más felices.

No me quería ir de allí, pero tenía que preguntárselo.

-¿Por qué has hecho todo esto?

-Porque te quiero y no voy a dejar que vuelvas a pasar otra Navidad sola, pero no encontraba la forma de decírtelo y que lo entendieras.

-Acabas de hacerlo.

-Ah, ya. Y ¿qué me dices tú, entonces?

-Que yo también te quiero.

Ese gélido día, envueltos por el aroma a galleta y a plástico de bazar, hicimos el amor por primera vez.

Y ahora, con permiso de mi padre, ese ratito de amarnos forma parte cada año del que ya es nuestro renovado ritual Navideño.

 

Foto de portada de Arthur Brognoli en Pexels