Había pasado una década entera con él. Diez años de risas, lágrimas, momentos felices y otros no tanto. Diez años de compartir un hogar, de construir una vida juntos. Pero entonces rompimos, y me di cuenta de que había pasado diez años de mi vida con un cutre.

Siempre fue un tío bastante agarrado, desde que empezamos a salir, pagamos todo a medias. Y cuando nos fuimos a vivir juntos, no podía gastarme ni un euro de la cuenta común sin justificar. Teníamos bronca si yo iba a hacer la compra de la semana y se me ocurría comprarme algún artículo de maquillaje o una mascarilla para el pelo, y lo pagaba con la tarjeta de ambos. Me decía que esos eran cosas para mí, no para la casa.

Con estos antecedentes, quizás me lo tenía que haber visto venir, pero cuando rompimos superó todos los límites.

Las rupturas nunca son fáciles. La nuestra fue bastante madura, no estábamos bien, nos habíamos desenamorado el uno del otro. Yo di el paso que ninguno de los dos queríamos dar pero que ambos necesitábamos. Le dije que quería dejarlo. Y él fue bastante comprensivo, todo muy natural.

Lo más difícil vino después. Vivíamos juntos, lo que significaba que teníamos que decidir quién se quedaba en la casa, que era de alquiler, y teníamos que hacer inventario de bienes comunes para después dividirlos.

Lo lógico habría sido que yo le pagara los muebles y me los quedara, puesto que yo me quedaba en la casa y él se volvía con sus padres, pero como tenía pensado buscar un piso de alquiler, y sus padres tenía un trastero donde almacenar las cosas, quiso quedarse con la mitad de todo.

Discutimos quién se quedaría con el sofá, la televisión, la cama, el microondas… Pero entonces las cosas empezaron a ponerse un poco ridícula. Pretendía que le diera la mitad de la cubertería, la mitad de la vajilla y tres de las seis sillas que van con la mesa del salón.

¿Botellas de alcohol abiertas? Sí, mi ex quería llevarse la mitad. ¡La mitad de una botella de vino blanco que ya había sido abierta y probablemente había estado en la nevera durante semanas!

Ahora, no es que me importara demasiado el vino en sí, pero fue aquella situación lo que me hizo soltar una risa incrédula. «¿De verdad quieres la mitad de esta botella de vino abierto?», le pregunté, tratando de contener la risa. Pero no, él estaba decidido. «Es justo», dijo, «la mitad para ti y la mitad para mí».

Así que ahí estábamos, tratando de dividir una botella de vino a la mitad, vertiendo el contenido del vino en dos vasos de plástico para que cada uno se llevara la misma parte. Cuando terminó de repartir, cogí mi vaso y me lo bebí. “A tu salud” le dije mientras levantaba la copa y me la llevaba a los labios.

Con las botellas cerradas yo sugería repartirlas, si había diez, pues cinco para cada uno. Pues él miró el precio de cada bebida para que el reparto fuera equitativo en cuanto al dinero que nos costó. Me pareció todo muy absurdo, le dije que yo me quedaba las dos botellas de ron que es lo único que bebo, para él las demás. Para qué quiero un whisky de no sé cuantos años si no me lo voy a beber, por muy caro que nos hubiera costado el día que lo compramos.

Pero eso no fue todo. También quería dividir la comida: se llevó paquetes de galletas, pasta, un paquete de pan de molde y una botella de aceite. Menos mal que teníamos dos de aceite, si no me veo como con el vino.

Hasta se llevó rollos sueltos de papel higiénico. Quería la mitad de todo.

Después de esa experiencia surrealista, no pude evitar reírme. Me di cuenta de que, aunque el final de nuestra relación era triste, al menos me estaba llevando una anécdota increíblemente divertida. Y desde entonces, cada vez que abro una botella de vino blanco, no puedo evitar recordar aquel momento y sonreír. Porque sí, a veces las rupturas pueden ser extrañas y cómicas, pero al menos me quedé con una historia para contar.

 

Anónimo

 

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