Cuando has vivido ajena a las drogas durante toda tu vida, sin haber probado siquiera un porro en tu adolescencia, puedes tardar bastante en reconocer a alguien que se droga constantemente.

Así me pasó con mi ex. Además, se unía el hecho de que estaba enamoradísima, lo tenía idealizado y la última posibilidad que se me pasaba por la cabeza era que estuviera metiéndose rayas (y más cosas) como si fueran a prohibirlas. Simplemente, ni me lo planteaba.

Por eso, cuando empezó a hacer cosas raras, a tener manías persecutorias, a desaparecer durante días y a pensar que todo el mundo conspiraba contra él, yo me volvía loca intentando buscar una explicación. Debía tener una enfermedad psiquiátrica que desconocía, quizá alguien lo estaba envenenando. Sí, me llegué a plantear esa posibilidad.

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Varias veces lo pillé con polvos blancos en la nariz. El colega estaba tan seguro de sí mismo que ni siquiera se molestaba en quitarse los restos aunque estuviera a plena luz del día, rodeado de familiares o con sus padres.

Y, cómo no, cuándo le preguntaba qué era eso, deseosa de que me dijera que no era nada para seguir engañándome a mí misma, efectivamente: me decía que no sabía, se limpiaba un poco, y cambiaba de tema.

Llegó hasta el punto de esnifar incluso en la primera vez que presentábamos a nuestros padres, en un restaurante de postín y después de que él me hubiera pedido matrimonio. La comida fue un domingo, por lo que él habría dormido aproximadamente CERO HORAS tras estar de fiesta toda la noche.

Para mantenerse despierto y con su ingenio intacto, decidió tirar de droguita. Se levantaba continuamente al baño, hacía como que lo llamaban por teléfono para salir fuera, movía con compulsión la pierna.

Después, en casa de sus padres, mientras todos hablábamos tranquilamente sentados en el sofá, él caminaba de una parte a otra de la casa, volvía a ir al baño, se sentaba y a los dos segundos se levantaba como impulsado por un muelle invisible.

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A partir de ahí, mis sospechas se acrecentaron y me quité la venda de los ojos. Pero no fue hasta unas semanas más tarde cuando lo descubrí sin género de dudas. Estaba actuando muy raro de nuevo, así que, molesta, decidí pirarme.

Esa necesidad patológica de quedar bien para que me quieran me hizo darle un beso a pesar de que lo estaba odiando mucho y, al hacerlo, noté un sabor amargo, como metálico. Como si se hubiera restregado un Paracetamol por las encías. “¿Por qué te sabe así la boca?”, pregunté. “Y yo qué sé, tía”. Una respuesta magnífica.

Volvió a pasar tres o cuatro veces en los días siguientes, hasta que el querido Google me reveló la verdad: cuando no quieren esnifar, los consumidores de cocaína se la frotan por las encías.

Al poco tiempo, su familia lo ingresó en un centro para drogodependientes y yo lo dejé, segura de que no sólo se metía coca él, sino que permitía que yo lo besara teniendo aún restos en la boca. ¿Lo bueno? No me engancharé nunca, está demasiado mala.