¿Cuántas de vosotras pertenecéis a la generación cuya infancia y adolescencia se desarrolló en los años ’90 y los ’00? Fijo que un puñado de vosotras.

¿Y cuántas recordáis con amargura el problema que había si eras adolescente y gorda en esos años? Estoy segura de que otro puñado más.

Y es que las —y seguramente los— que hemos crecido en esa época tan bonita para algunas cosas y tan terrible para otras, y que encima hemos sido y somos gordas, sufrimos el no encontrar nada que nos viniera bien.

A día de hoy, aunque todavía hay mucho camino que andar, gracias a las tecnologías, al activismo y a las voces que se han alzado, tenemos al alcance de nuestra mano un montón de ropa de distintas tallas y diferentes estilos y colores que se pueden adaptar a nuestras curvas. A veces mejor, a veces peor, pero ya existe. Podemos buscar en una tienda «falda vaquera XXXL» y que nos salgan varios resultados.

Pero eso hace unos años era impensable. Totalmente marciano, como diría mi madre. Y es que yo, gorda reconocida, entré en el año 2000 con 14 tiernos añitos y cerca de unos 85 kilos de peso midiendo poco más de 1,60. Claro, no podía ir todo el día en chándal, por mucho que me resultara cómodo, pero… ¿qué otras opciones tenía? Ropa vaquera, normalmente pantalones con corte unisex, y poco más. ¿Y si quería otra cosa? Ay, amigas… ahí es cuando venía el verdadero drama.

Las que me conozcáis o sigáis por redes sociales, ya habréis visto que adoro los colores, la ropa bonita, las faldas, los vestidos, los estampados divertidos… Vamos, que a mí siempre se me ve llegar de lejos entre el pelo, la ropa, los maquillajes y mi talla. Y siempre he sido así, aunque durante una larga etapa de mi vida me negaba a aceptarlo, quizá para evitarme el disgusto de no poder expresarme con la ropa como me gustaría. De hecho, tengo amigos que recuerdan esa época y me lo dicen «te recuerdo hace unos años, con ropa siempre oscura, tapándote, y el pelo por delante, y es que no pareces la misma».

Y es que, aunque el estado de ánimo y mis miedos me llevaran en cierto modo a vestir así, había un problema añadido: encontrar ropa juvenil de talla grande.

Os prometo que yo con esto tengo muy malos recuerdos, porque si iba a tiendas de ropa para chicas de mi edad, no había tallas para mí. Y cuando iba a alguna tienda en la que había talla para mí —que ya os digo que eran pocas, y todas carísimas—, era todo ropa de abuelas. Pero de abuelas de ochenta años. Esos estampados horrendos, cortes súper clásicos, blusas con ribetes…

¿Dónde coño iba una niña de quince años con una blusa con ribetes y una falda marrón oscura con estampado de mantel viejo?

Y no se quedaba la cosa ahí, sino que el mismo problema había con pantalones, con abrigos, y con cualquier prenda que necesitara. Todo era para señoras, de colores oscuros o estampados del año catapún, y que encima a una niña adolescente le sentaban como una patada en pleno estómago.

De hecho, tengo un recuerdo horrible que os juro que, aunque parezca surrealista, pasó y se me quedó muy clavado en la memoria.

Yo tendría eso, trece o catorce años, y una de mis mejores amigas, que era menor que yo, hacía la comunión y me había invitado. Claro, yo estaba súper feliz, porque había fiesta con mi amiga, ¡qué bien lo íbamos a pasar! Un día la comida y la fiesta y al otro íbamos al Parque de Atracciones… ¡Planazo! Así que me fui con mi madre a comprarme un conjunto para poder ir bien mona yo.

Pero claro, ¿conjunto bonito para una niña de talla grande? Negativo, teníamos que ir a la zona de señoras. Así que ahí que subimos, a ver qué ropa había que me pudiera servir… y de verdad, qué horror. Al final acabó comprándome un pantalón de vestir negro que no decía mucho, y una camiseta de media manga… ¡sí, negra también! Sin adornos, sin escote, sin nada. Parecía, os lo juro, mi abuela.

Total, que llega el día de la comunión, yo con mi conjunto de abuela, pero mi cara de niña, el pelo con tirabuzones y todo que me habían hecho, yo feliz de la vida… Y cuando estamos por la tarde en la zona de baile pasándolo bien, se me acerca una señora y me dice: «Ay, qué guapa está su hija, señora. Enhorabuena por su comunión». Ya podéis imaginar el berrinche con el que regresé a mi casa de aquella comunión, y lo triste que me siento aún hoy cuando lo recuerdo.

Y aunque no tuve una experiencia igual porque en esa ocasión ya iba con otros compañeros y era un poco más mayor —ojo, dieciocho años, tampoco mucho más—, cuando se casó la hermana mayor de una de mis compañeras del coro, tuve exactamente la misma aventura: nada de ropa para mi edad, acabé con un conjunto negro, este con un poco de escote, y sanseacabó.

Así que, amores, en primer lugar, quiero dar las gracias a todas las personas que alzaron la voz en su momento para que ahora pueda haber mayor diversidad en diseños y tallas —ahora puedo llevar vestidos súper monos y faldas tableadas con una talla 50 y quedarme tan feliz—, y a las que hoy en día lo siguen haciendo.

Porque lugares seguros como este blog y otros tantos son necesarios, y lo seguirán siendo para que generaciones futuras no tengan que pasar por lo que pasamos las adolescentes de los ’90 y los ’00.

Y, en segundo lugar, y como algo catártico, contadme también si habéis tenido alguna experiencia terrible como esta y si, aunque tengáis buenos recuerdos de la época, también os da rabia haber tenido que vestir como abuelas.

 

Nari Springfield.