Hay cosas que todo el mundo odia. Suena el teléfono, casi siempre en el momento más inoportuno y al responder se escucha un sonido de fondo que ya empieza a ponerte de mala leche; el murmullo de decenas de conversaciones a la vez y el eco de un sistema informático. Generalmente, quien te llama no habla en cuanto descuelgas, te hace esperar unos segundos mientras, temiendo lo que te espera, repites un par de veces el “diga” aunque ya sospeches lo que te van a decir.

De repente, la voz detrás de esa llamada, de manera un poco autómata, intenta identificarte de la manera que puede. Con un poco de suerte, conoce tu nombre y tu apellido, aunque no tienes ni idea de dónde lo ha podidos sacar. Los menos afortunados comienzan la llamada con el típico “¿Es usted el titular de la línea?”  y ahí ya respiras hondo intentando armarte de paciencia.

Porque sí, de una manera pasmosa y antes de que te dé tiempo a reaccionar, tu interlocutor empieza a hablar a una velocidad de raper@, ofreciéndote no sé qué producto a un precio increíble o cualquier tipo de descuento que, a la velocidad que suelta la información, tu cabeza es incapaz de concretar si te está hablando sobre de algo que tienes contratado, si estás pagando de más o si te están intentando hacer el lio. Es así, en ese momento no lo sabes. Lo único que eres capaz de procesar es que, alguien que no conoces te está diciendo un montón de cosas que no tienes claro si te importan.

Es una sensación horrorosa.

Y mientras esa persona habla y habla y habla, intentas averiguar si te están intentando timar o es la oferta de tu vida.

Es una experiencia desagradable en la mayoría de los casos. Intrusiva, desconcertante y casi abusiva. Si le dices que no, prácticamente te exigen que le expliques por qué. Es decir, una persona desconocida te ofrece algo que no quieres y encima tienes que esforzarte en que entienda por qué no te interesa. ¿te imaginas que eso pasase en otros sectores? ¿qué estuvieses tomándote una cerveza y que llegase el camarero con una bandeja de ostras del pacifico diciendo que, con el precio que iba a ofrecer por ellas, te las tenías que comer sí o sí?

Una locura. Pero, aunque parezca increíble, cuando tienes que llamar tú, es mucho peor. Primero un robot te hace un millón de preguntas, que te pone más nervioso que el día que hiciste la selectividad. Luego la musiquita infernal, que piensas ¿Quién escogió esa melodía? ¿y por qué odiaba tanto a todo el mundo? Cuando por fin te atiende una persona, te vuelve a preguntar todo lo que le dijiste a la maquinita y te dice que el tema que quieres consultar no es ahí y te pasa a otro departamento. Y la secuencia se repite una y otra vez hasta que te dan ganas de tirarte de los pelos, al borde del ataque de ansiedad.

Por eso es normal que todo el mundo odie a el sistema de teleoperación y que, en ocasiones, nos haga perder los papeles. Pero ¿sabes quién lo odia más que nadie en este mundo? Los propios teleoperadores.

No es contradictorio porque mucha gente odia su trabajo, pero este en particular ha sido definido por muchos especialistas como “la esclavitud de este siglo”.  Los teleoperadores son “enganchados” a un ordenador conectado a un sistema de telefonía, en el cual tienen que pasar jornadas de hasta seis horas. Las llamadas entran una detrás de otra, sin cese, sin descanso. Ellos no marcan cuando te llaman; es una máquina infernal la que lanza esa llamada y abre una página con las gestiones a realizar. En pocos segundos, la persona que lleva los cascos tiene que leer todos tus datos y seguir las guías de la empresa.

Le obligan a gestionar toda la llamada en un tiempo fijado, a veces unos 300 segundos, a veces menos. En ese tiempo tienen que escuchar lo que le tienes que contar, resolver tu situación, ofrecerte el producto que le haya obligado la empresa por obligación, (ya hallas llamado para decir que te estas muriendo) y pasarte con la dichosa encuesta de satisfacción. Todo eso en un ritmo de trabajo aturullante, con presiones constantes y a veces sin tiempo ni para ir al baño. Porque para levantarse del puesto tienen que pedir permiso y no siempre se lo dan. Pueden pasar horas sin que le permitan satisfacer sus necesidades fisiológicas.  Las llamadas son dinero y no pueden perder ni una sola.

Y luego están las broncas; si la llamada se alarga, bronca, si no vendes, bronca, si no ofreces, bronca, si te cuelgan, bronca. Si te ponen mala nota al final de la llamada, broncón. Y sabes que cada bronca es una tarjeta amarilla y en cuanto menos te lo esperes, será una expulsión.

Y todo eso por un sueldo precario y casi sin formación.

Por eso cuando el tema es muy complicado, en muchas ocasiones intentan quitarse de encima el marrón pasando las llamadas de unos a otros como si fuese una pelota. No es que no quieran ayudar, es que están cagados de miedo.  También su forma de hablar atropellada y desesperada es consecuencia de la presión que sufren día a día. Cuando insisten en venderte algo no es por la comisión que van a llevarse, es más bien porque si bajan de rendimiento saben que el despido está a la vuelta de la esquina.

Reciben insultos y gritos de los clientes, reprimendas y amenazas constantes de sus superiores. Su trabajo es un infierno que nunca acaba, es un tormento que comienza desde cero cada día.  Su situación no avanza y se queman, se desesperan y todo el odio que reciben no se puede comparar con el odio que sienten ellos mismos. No es por generalizar, pero gana la mayoría, y un trabajo así es una tortura que aguantan para sobrevivir, porque desde luego, eso no es vida.

 

Lulú Gala