Tenemos treinta y lo tenemos todo.
Treinta y dos. Treinta y seis. Treinta y trece, da igual: lo tenemos todo.

Tenemos la vida organizada, los pies en la tierra y la cabeza bien amueblada (con muebles del IKEA, pero muebles al fin y al cabo). Tenemos señoras que nos limpian el piso una vez por semana, el autoestima colocado, seguro dental y la GHD. Hemos vivido entre crisis y crisis –económicas y emocionales– pero nos hemos agenciado una vida sin renuncias: un trabajo que nos paga, un destino nuevo cada Agosto, cañas en Chueca, copas en Malasaña, resaca en Chamberí. Vivimos de alquiler porque no nos atamos a la tierra (no nos atamos, y punto) y compramos mes a mes la libertad de poder marcharnos cuando nos venga en gana.

Tenemos tripa y papada, arrugas y canas, pelos enquistados, heridas. Se nos han caído las tetas pero nada de eso importa, porque somos muy lo más y todo el resto es muy lo menos. Tenemos un Máster en el currículum, cenitas delis los sábados y un pito distinto cada tanto entre las piernas (y que apenas deja huella en el colchón luego de follar a gustito y marcharse). Nos hemos enamorado: hemos perdido, hemos ganado, nos han roto el corazón y hemos roto otros tantos. Olé nosotras, currantas, fuertes, canallas, tercas, borrachas, vulnerables. Somos superhéroes (no hay otra palabra) y cada mañana nos ponemos las bragas de Star Wars para que la fuerza nos acompañe.

Hasta el día aquel en que no nos acompaña la fuerza
la cabeza se nos desamuebla
y pensamos por un instante breve (a veces tan solo unos segundos)
Que quizá no tengamos nada.
No sé vosotras, pero a mí me pasa todo el rato.

A veces pienso que no tengo nada porque creo que todo aquello que le dará sentido a mi vida está aún por venir. Me mato buscando espacios que me impulsen a ese destino (el que sea, pero que sea el mío) y a veces temo que quizá no exista. Que no haya más. Que no haya un destino como tal, que el destino sea esto, gracias por concursar, next. A veces pienso que quizá he vivido una vida sin renuncias pero que en el camino hayan tantas cosas que han renunciado a mí: oportunidades. Trabajos. Hijos. Parejas. A veces miro mi móvil (ese cementerio de relaciones muertas) y me pregunto si ahí, enterrado, me habré dejado algo importante. Si quizá le haya hecho demasiada profilaxis al corazón y ya no tenga ni idea de dónde está aparcado en tantos aspectos.

A veces pienso que no tengo nada porque siento que no vivo una vida escrita por los lápices de la normalidad: el novio del insti, la boda en primavera, la hipoteca a 30 años, los hijos en el concertado. Miro a mamá y papá, amándose tanto, dos adultos que a mi edad tenían la vida resuelta y yo, pues yo he dejado el resolverla para mañana. Pienso que no tengo nada cuando me ronda la cabeza la pregunta de qué mierda estás haciendo con tu puta vida, Mari. A donde coño vas. Con tus años y tu piso y tus tetas y esos pelos. A dónde. ¿Qué es lo que quiero? Quizá haga falta irse lejos (otra vez), empezar de cero. Pero a dónde.

Yo no sé vosotras, pero yo sigo sin tener ni puta idea.

Esta es mi historia, pero podría ser la de cualquiera de vosotras, mujeres de treinta. Una historia en la que lo tengo todo y a la vez, no tengo nada. Unas cuantas páginas escritas pero muchos folios en blanco. Una historia en la que, cagada, aprendo a asumir día a día la incertidumbre de todo. Una historia en la que me pinto los labios de rojo y salgo a la calle a dejar que las cosas (las buenas, las malas, los fracasos, los triunfos) me pasen. Por si suena la flauta. Por si encuentro algo que hasta ese entonces no sabía que estaba buscando.

Hoy me he despertado con resaca, sola, desorientada. Y en un momento breve de lucidez he recordado que las mejores cosas de mi vida me han pasado cuando pensaba que no me estaba pasando nada. Quizá esté ahí mi felicidad, entre pitos y flautas.

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