Cuando una puerta se cierra, otra se abre. Nos lo graban a fuego desde pequeños y, quizás, de alguna manera es una sentencia sanadora; nos alimenta de esperanza, creyendo así que tras una despedida siempre viene algo mejor.

Lo que ocurre muchas veces es que somos nosotros mismos quienes nos empeñamos en dejar la puerta entre abierta, con la llave a medio a echar, esperando a que se vuelva (o la vuelvan) a abrir de nuevo.

A veces, son los otros quienes se empeñan en no cerrarla del todo, pero sin atreverse a abrirla de par en par, de cruzar el umbral y pasar a nuestro lado. Dejando abierta una puerta maltrecha, que ya no encaja como antaño; como si la manilla no terminara de funcionar del todo; como esas puertas que requieren de una destreza casi mágica para poder abrirlas sin quedarnos con el pomo en la mano.

Siempre he sido de las que se niega a cerrar puertas, aún a sabiendas de que otras mejores se abrirán; aún a sabiendas de que hay ventanas, mucho más pequeñas y sencillas, por las que el aire entra más puro, más limpio.

Y a base de forzar cerraduras, de pillarme los dedos, de intentar mantener vivo algo que nunca existió, de negarme a cerrar ciclos aunque tenga la llave en mis manos, he aprendido que, a veces, la suerte está de nuestra parte.

Que de repente, un día cualquiera, una corriente de aire cierra la puerta de golpe, dejando fuera de nuestro alcance lo que tanto daño nos hizo. Dejando a nuestro lado el amor propio, la fe en nosotras mismas, las ganas fervientes de comenzar de nuevo.

Y, sorprendentemente, agotadas de tratar durante años de mantener la puerta abierta, nos alejamos, y ya nos da igual. Ya no importa. Nos damos media vuelta, escondemos la llave en lo más profundo de nuestro corazón, y seguimos nuestro rumbo. Sin mirar atrás.

Esto no es solo una historia de supervivencia y de amor propio; esto es una historia de valentía, de coraje. Una historia que nos demuestra la importancia de mimar a quienes dejan, sin dudarlo ni un segundo, sus puertas abiertas; de quienes confían y ceden la llave sin pensar en las consecuencias. 

De la importancia de barnizar las puertas a diario, de no dar portazos, de dejar las puertas abiertas o cerradas, de quedarte fuera o dentro. De tomar decisiones.

Porque, cuando las puertas se quedan entreabiertas, las corrientes de aire terminan por cerrarlas de golpe. Y ya no hay marcha atrás. Para bien o para mal.