Cuando tenía cinco años me perdí en un parque de atracciones. Ya desde muy pequeña mi grado de orientación y atención era más bien escaso así que cuando me quise dar cuenta había perdido completamente de vista a mis padres. Y con el bagaje cultural propio de una niña de cinco años y el dramatismo que me venía innato, en pocos segundos pasé de estar un poco asustada a imaginarme que iba a terminar como una de las huérfanas del musical “Annie”, lo cual  me agobió más todavía porque siempre me había dado muchísimo miedo la directora del orfanato, pero más miedo todavía me daba cantar y bailar en público. Por suerte, una señora me sacó del estado de pánico y me llevó a la entrada del parque, donde solucionaron el problema gritando el nombre de mis padres por megafonía.

Ahora, dieciocho años después del incidente en el parque de atracciones, he vuelto a experimentar la misma sensación, solo que multiplicada por mil. Me he mudado a Madrid y es un caos. Todo me parece tan colorido, vibrante y abrumador como el parque de atracciones, y también me hace sentir igual de confundida. La diferencia es que ya no puedo llamar a ningún adulto para que me salve, porque resulta que ahora la adulta soy yo, y creo que eso es algo que todavía no he terminado de digerir.

Estoy un poco perdida.  Algo así como Charlotte en “Lost in translation”. Solo que, como yo no soy Scarlet Johansson, lo de no saber qué hacer con mi vida no tiene el mismo encanto. En lo que sí coincido con ella es en que últimamente he probado a hacer mil actividades distintas, a ver si en alguna de ellas me encontraba a mí misma en plan revelación del protagonista de la película que de repente hace que todo tenga sentido.

Pero no me he encontrado. Ni en el curso de teatro, ni en los talleres de meditación, ni en las clases de escritura, ni en las rutas de senderismo a la luz de la luna. De hecho, de la mayoría he salido con más dudas de las que tenía cuando entré.

El otro día una amiga me dijo que todas mis crisis existenciales y mi carencia de orientación vital se solucionarían cuando encontrara una pareja y un buen trabajo. Mi respuesta fue algo como: Bueno la verdad es que, siendo optimista, voy como el culo en los dos temas. Porque la realidad es que todavía estoy descubriendo lo que se me da bien y me agobia tremendamente pensar en un trabajo fijo al que dedicarle cuarenta y tantos años de mi vida. Además, hay muchísima presión con todo eso de que tienes que dedicarte a aquello que te apasione, porque lo último que quieres es acabar como ese señor que siempre ponen de ejemplo en los libros de autoayuda que se da cuenta en su lecho de muerte de que ha tenido una vida vacía e infeliz por no hacer lo que en realidad le gustaba. Y lo cierto es que al leer eso todos juzgamos internamente a ese señor y lo imaginamos como una especie de Sr. Banks de Mary Poppins: un hombre encorbatado al que se le sale el dinero por las orejas  que si no ha sido feliz probablemente haya sido por su propio egoísmo y superficialidad. Cuando igual lo que le ha pasado simplemente a ese hombre es que con el frenético ritmo de vida que llevamos nunca se dio a sí mismo el tiempo de parar y reflexionar sobre lo que quería él de la vida.

Mi nivel de perdición vital llegó a su punto más álgido la semana pasada cuando tomé la temeraria decisión de coger el metro de Gran Vía en hora punta, lo cual es una de las cosas más peligrosas que puedes hacer en Madrid después de mirar a los ojos a un captador de socios de la calle Preciados e ir a Primark el fin de semana cualquier día.

Entré al vagón y casi automáticamente quedé aplastada entre el bolso de una señora y un hombre. Y como una de mis cualidades no es la estatura, mis ojos se quedaron justo a la altura de la frase que tenía escrita en su camiseta:“Si nunca te has perdido, jamás podrás encontrarte”.

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Creo que es muy importante haberse sentido perdido alguna vez. Es una mierda al principio, sí, porque a nadie le gusta la sensación. Seria idílico tener todo claro; saber quién somos, qué queremos y hacia dónde vamos, pero es que esas preguntas son tan difíciles de contestar que hay gente que nunca llega a encontrar la respuesta. Incluso hay personas que tienen tanto miedo de estar perdidas, que siguen hacia delante por inercia; de trabajo en trabajo, de relación en relación o de ciudad en ciudad. Siempre con la sensación de que algo está fallando, pero sin llegar a saber qué es. Hasta que cumplen ochenta años y desearían haber vivido de otra manera, aunque tampoco saben bien de cuál.

Estoy perdida e interiormente sigo siendo la niña de cinco años en medio del parque de atracciones. Pero lo que sé ahora e ignoraba a los cinco años es que, irónicamente, darte cuenta de que estás perdida es el primer paso fuera de ese extravío. Que igual estar perdido es algo bueno, porque te da la posibilidad de encontrarte. Y que puede que de lo que verdaderamente se arrepientese el Sr. Banks de los libros de autoayuda es de haber perdido tanto tiempo, en vez de perderse él.

Bea Legidos