Ahora que llega el verano y es época de comenzar a hacer planes para los días estivales, los que tenemos pueblo sabemos que unos días de rigor, si no todos, los vamos a pasar rodeados de familia y amigos alrededor de una mesa, ya sea la del comedor, la de una terraza o la redonda de Rey Arturo. Porque, ¡ay madre los pueblos! Bien merecen una saga cinematográfica o una serie de temporadas inacabables. 

El mío es un pueblo pequeñito, de los que todos estamos emparentados, ríanse de las estirpes de reyes, ni los godos, ni los visigodos: los de Camporredondo de Alba, Palencia, Señores, ¡eso sí es una gran familia!

Cuando era una canija viajaba con mi abuela desde que terminaba el curso hasta que lo empezaba. Cuando llegaba de vuelta a las clases, debajo de tanta mugre o moreno de pueblo, a mis compañeros les costaba hasta reconocerme. Después de aquellos veranos nunca he llegado a ponerme tan negra. Eso sí, se me curtió la piel, miles de cicatrices de heridas, de la bici, de las piedras del río o de lo burros que eran los chavales. Qué poco valorado que te tiraran una canto a la rodilla para llamar tu atención, ¡qué poco!

Y es que nada como los amores de verano de críos, aquellos que cuando jugábamos a “liebre” por las calles del pueblo casi a oscuras deseábamos que nuestros flechazos fueran los que nos dieran alcance. ¿Y qué es “liebre” os preguntaréis algunos? Pues como el juego del pilla-pilla pero a lo grande: dos grupos, de escenario el pueblo entero, jugándonos el honor mínimo, un duelo dónde sólo puede quedar uno que salve al resto y una excusa para pegar collejas en la oscuridad, aunque solo bastase decir el nombre para hacer “preso” a tu contrincante. Se aprovechaba cada instante, es un hecho. Tampoco faltaban las historias de miedo a la luz de la luna, las perseidas tirados en toallas en el campo de fútbol o el contar estrellas cada día, empezando de una y hasta diez, para la décima noche, si te acordabas, pedir un deseo que nunca se cumpliría, porque, tu “crush”, como se diría ahora, ya se había liado para entonces con “La Vane”, que no contaba estrellas pero valía más por lo que se contaba de ella.

Otra de las cosas que recuerdo con cariño eran los baños en el pantano y el río. De ahí mi resistencia a las bajas temperaturas y mi feeling con los esquimales. Aquaman todo un aficionado en comparación con las arrugadas que nos pegábamos. Pobre de aquella a la que, con el frio, se le pusieran los pezones como diamantes que cortan cristales, sería la “pezondu” lo que le quedase al verano. Los motes, otro capítulo. Se tenían hasta 3, el de la familia, el que sabías y el que no. Este último era el que se usaba para las conversaciones en clave, podía ser bueno o malo, y ni aun enterándote sabías realmente qué era, muy ambiguo todo.

Un motivo muy de mote era el estilo que llevases marcado desde tu pueblo o ciudad natal. Cada cual nos juntábamos allí y parecía que veníamos de países diferentes en vez de comunidades. Eran fácilmente diferenciables los madrileños, los catalanes, los vascos o los que venían hasta de León. Ya de más jovencitas, algunas abuelas se hacían la señal de la cruz cuando pasábamos con nuestros campanolos rotos por los bajos y nuestros cinturones de pinchos. Ya no hablo de los colores de nuestro pelo o mismamente, de mi “flequillo vasco” como lo llegaron a denominar mis propias primas-amigas. Y es que cada una teníamos un peluquero y un estilo, pero sí, siempre terminábamos alisándonoslo con la plancha de planchar, con tabla y todo. También nos pintábamos las uñas de mil colores, casi siempre “cogidos prestados” del Todo A Cien que venía, como lo hacían otros camiones, el del pan, el de la fruta y que siguen yendo a mi pueblo a vender de manera itinerante, porque no hay ni una sola tienda. Nada, bares sí, eso que no falte.

Muchos bares y una peña, la que hacíamos entre toda la chavalería cuando llegaban las fiestas, las nuestras, las de la Virgen del Cascajal. Resumiendo, cascadas todos los días. Aprovechábamos el turno de la peña, más para beber que para servir, y poder salir corriendo en cuanto oíamos que la orquesta daba los acordes de “Mentirosa”, “Chiquilla”, “Mayonesa”  o alguna que otra canción que bailar en grupo. Hacíamos mini-coreografías imposibles, siempre en círculo, menos cuando tocaba una ranchera o un pasodoble, entonces comenzaba el festival de los pisotones o los empujones en pareja y seguido de risas y guiños para calmar los ánimos. Una vez afónicas de cantar rock, terminábamos con chocolatada o “macarronada” y canturreos dedicados a los de los pueblos aledaños. Cuánta rivalidad entre pueblos vecinos, ¡cuánta! Aun con las rodillas ensangrentadas del partido de fútbol que habíamos jugado la tarde anterior contra nuestros oponentes, nos quedaban fuerzas para comenzar un nuevo día habiendo dormido unas pocas horas e ir a bostezar al concurso de dibujo de los más pequeños, futuros hooligans que defenderían el pueblo con Opinel entre los dientes. 

Y así pasábamos nuestros veranos, memorables, llenos de anécdotas que nos quedarán en la retina para siempre y contaremos una y otra vez años después de que hayan pasado. Lo añoramos, tanto que más de uno echaría el tiempo atrás, algunos para revivir todos esos momentos, otros, simplemente, para contar la décima estrella y pedir el deseo que siempre se nos olvidó pedir: que nunca mueran los pueblos, que siempre nos quede dónde crear historias y recordarlas con nuestros amigos alrededor de una gran mesa. ¡Que viva mi pueblín!

 

MUXAMEXAOYI