Cuando estaba en el instituto mi amiga Laura pasaba las excursiones buscando la perspectiva perfecta para hacer fotos de los sitios a los que íbamos de visita. Todo el mundo quería copias de las fotos de Laura. Se podía ver desde lejos la pasión con la que invertía el tiempo en buscar el enfoque perfecto, y el resultado era siempre maravilloso.


A principios del último curso empezó a salir con Gonzalo, un chico tímido con el que coincidía en clase de historia. Estaban muy enamorados, pero a él tenía muy mala relación con sus padres y le afectaba mucho a la hora de poder verse, por lo que empezaron a tener mucha prisa en buscar la manera de vivir juntos.

Al terminar el curso, él empezó a trabajar en una gasolinera. Le dijo a Laura que en cuanto juntase algo de dinero alquilaría un piso para él solo y que ella podría ir cuando quisiera. Pero pronto empezó a mostrarse “triste” cuando Laura le contaba sus planes de futuro y se emocionaba al hablarle de las escuelas de arte que quería visitar, las galerías en las que publicaba su fotógrafa favorita y lo que podría lograr si entraba en esta o aquella escuela. Él le decía que sentía envidia de que ella pudiese soñar, pero que a él no le quedaba otro remedio que ser práctico y buscar simplemente un “trabajo normal”.

Pronto comenzó a contarle las dificultades que tenía para alquilar él solo con un solo sueldo. Los padres de Laura se ofrecieron a echarles una mano si vivían juntos, siempre que ella siguiese estudiando. Y así lo hicieron, aunque su hija no continuó estudiando lo que ella quería, sino que se hizo un ciclo formativo que le permitiría empezar a trabajar muy pronto. Así fue como, dos años después se encontró trabajando en un centro para personas en situación de dependencia. Algo que jamás le había llamado la atención y que no la hacía feliz en absoluto, pero Gonzalo le había dicho que curraría muy pronto y que juntos después podrían hacer lo que quisieran sin depender de nadie.

Al año siguiente Laura encontró un anuncio de un curso de fotografía no muy caro que podría compaginar con su trabajo, pero Gonzalo le dijo que era mucha pasta y que no se verían nunca entre el trabajo y el curso. Después ella hizo un viaje de fin de semana con nosotras, sus amigas de toda la vida y volvió a sacar su cámara para poder dejar unos preciosos recuerdos de nuestro reencuentro. Al llegar a casa Gonzalo se rio por primera vez de la ilusión con la que ella hablaba de las luces, de la intensidad de los colores… Le dijo que parecía una niña pequeña, hablando sin saber de algo que no tenía relevancia. A ella no le sentó bien, pero se acostó sintiéndose ridícula por haberse emocionado tanto.


Cada año, en primavera, volvíamos a juntarnos para tener nuestro fin de semana de reencuentro. El tercer viaje fue determinante para mi. Llegamos a la casa rural y al deshacer las maletas alguien dijo que saldríamos a conocer el pueblo cuando Laura hiciese las fotos de rigor de nuestra llegada, a lo que Laura contestó que no había traído la cámara. Todas se sorprendieron, pero solo yo me di cuenta del todo de lo trascendente que era aquel detalle.

Durante la cena nos habló de todas las formaciones que estaba haciendo para poder ascender en su trabajo, porque lo que ella hacía no le gustaba y no quería que llegase el día en que la frustración repercutiese en su trabajo, pues las personas a las que atendía no tenían la culpa. Le pregunté por qué no aprovechaba ese tiempo para hacer una formación distinta y buscaba algo que la llenase más, como la fotografía. Ella me contestó de forma automática que ya no éramos niñas para andar jugando a las camaritas, que necesitaba un trabajo de verdad si quería seguir teniendo la vida de adulta que tenía. Esas palabras no podían ser suyas.

Y efectivamente no lo eran, pero tardó tanto en darse cuenta… Diez años después de su primer turno en aquel centro, hizo su primera exposición en una galería bastante importante. Hacía un año que había dejado a Gonzalo y se había buscado la vida para intentar meter el pie en algún lugar donde le dejasen mostrar su pasión. Fue la maestra de una escuela de fotografía la que la ayudó, tras quedarse impresionada viendo las viejas fotos de Laura, sin ningún tipo de formación. Le dijo que le ayudaría a ver de qué era capaz antes de formarse profesionalmente y que, si se convencía, la ayudaría a progresar en todo lo que estuviera en su mano.


Hace poco tomamos un café después de bastante tiempo sin vernos y me contó lo bien que le iba. No hacía falta que me dijese nada, aquella mirada sólo podía desprender esa luz si salía de alguien realmente feliz. Le habían dado ya tantos premios, la habían llamado de tantos lugares que, aunque quisiera contároslo, no podría. Tras un ratito de ponernos al día y de charlar sobre sus últimos años, al fin, se desahogó sobre esa sombra que llevaba siempre consigo.

Dijo lo arrepentida que estaba de no haber hecho las cosas como ella quería, que ahora ya podría ser mucho más de lo que era, podía haber accedido a un montón de escuelas, podía haber participado en decenas de concursos y exposiciones… Pero no pudo porque durante años vivió a la sombra de una persona amargada que no soportaba no tener un sueño propio y por eso se empeñó en hundir el suyo. Se sentía tan poca cosa que su única forma de sobrellevarlo era machacar a la mujer que tenía con él y que haría lo que fuera por él. Le molestaba mucho ver cuánto destacaba ella, ver que tenía un talento, un sueño… Y se rio de ella tantas veces… La hizo sentir que era una niña pequeña jugando con la ropa de mamá, que no tenía ni idea de nada. Ahora ella es una persona importante en el mundo de la fotografía y pudo colarme esa tarde en una exposición privada compartida con otras compañeras. Vi allí mi maleta a medio deshacer sobre la cama de una de aquellas casas rurales, con la ventana de fondo abierta hacia aquel hermoso prado… Yo había estado allí, aquella era mi maleta, pero esa foto me decía mucho más de lo que yo podía recordar. Es realmente un don y ahora ya no lo desperdiciará más.

En cuanto se quitó de encima a quien apagaba su luz, brilló como nadie.