Egoístas, caprichosos y solitarios, eso es lo que suele pensar la gente con hermanos sobre los hijos únicos. 

Ellos, por el contrario, no se plantean juzgar si el menor de tres hermanos es un desastre porque llegó el último y sus padres ya habían invertido todos sus esfuerzos en los anteriores, si el mayor tiene un sentido de la responsabilidad desmesurado por tener que cuidar de los pequeños, o si el mediano tiene una personalidad plana porque siempre se le prestó mayor atención a los otros dos.

A lo largo de mi vida me he encontrado con todo tipo de hijos; aquellos que son dos hermanos y darían la vida el uno por el otro; los que son dos y el mayor se siente como el príncipe destronado, los gemelos que tienen una conexión casi extrasensorial; los que son cinco y creen que de no ser así hubiera sido aburridísimo; los que son tres y el pequeño fue un rebote con el que hay gran diferencia de edad y por tanto fue mucho más consentido; los que no se soportan y nunca lo harán, porque la sangre no siempre crea un vínculo en una familia; el hijo único que siempre deseó no serlo; y el que por el contrario jamás quiso un hermano.

Vamos a ser claros, pertenezco a este último supuesto, soy hija única y nunca quise que fuera de otra manera, por lo que entiendo que intentar refutar yo misma el mito de hijo único como ser egocéntrico puede resultar tan incoherente como narcisista.

Siempre detesté a aquel que se define a sí mismo como “simpático”, “divertido”, “gracioso”… En definitiva, con cualidades positivas que a mi entender deben decir de ti los demás y no tú mismo. Por lo que venir a decir que los hijos únicos son personas generosas, independientes y con un gran ingenio puede que me incluya en ese saco de gente detestable, puedo asumirlo.

Pero…¿Es justo este estereotipo? Como todos ellos ya os lo digo, no.

Porque basar un juicio en una percepción exagerada, con pocos detalles y tan simplificada sobre un “colectivo” que comparte ciertas características me parece algo muy básico intelectualmente. 

Y en este caso creo que fundamentar los rasgos de personalidad de un hijo único en el mero hecho de serlo es como defender que alguien con hermanos tiene que ser extrovertido, saber compartir y ser generoso. Esto dependerá de un millón de factores externos y por supuesto, la forma en la que los padres decidan educar.

Tardes de jugar en el jardín a ser tendera de una gran superficie de jardinería;

De ponerle papeles en los huecos a cintas de cassette para poder grabar el programa de radio del momento y bailar “Mi chico latino”;

De utilizar una grabadora y fingir que emitía un programa de radio presentado por Piqueras, Susana Griso y como invitada Laura Pausini imitando sus voces (ahora entendemos por qué Marco se ha marchado para no volver); 

De saltar entre los andamios de mi casa fingiendo ser “Xena la Princesa Guerrera” o “Guerreiro Lúa”;

De darme baños de una hora con el cassette de fondo de “Aprendiz” o “Dile al Sol” (suena muy pretencioso para una niña, pero había que invertir el tiempo en algo); 

Incluso jugando a que mi trabajo era ser operaria de un PEAJE, si, de un peaje, ese era el nivel al que llegaba mi imaginación para considerarlo divertido (sin ofender).

Tardes y tardes sola, encantada, pero sola, y así fue porque mis padres, al contrario de lo que se cree, no me consentían todo lo que quería, no me daban mimos por encima de las posibilidades que tenía de asumirlos, si había que decir no, era no, y no se me ocurría rebatirlo. 

Y esto se lo debo a ellos, a mis padres, que intentaron educar a una hija; única,  independiente, libre, un poco anacoreta y en la que desde luego invirtieron con resultado o no, el mayor de sus esfuerzos para que el estereotipo fuera desmitificado.

Lo de la sobreprotección ya lo dejamos para el capítulo de “la hija del policía”.

Marta Freire