He perdido la cuenta de las veces que alguna de vosotras se ha puesto en contacto conmigo para hablar sobre la temida (y en muchos casos desconocida) anorexia del lactante. Escribí sobre ello hace un tiempo y de alguna manera toqué un tema que parecía no existir. ¡Y vaya si existe! Cuántas madres, cuántos padres pero ante todo, cuántos bebés, sufriendo una durísima etapa que sobre todo nos hace víctimas de nuestras propias frustraciones.

Suelo centrarme siempre en lo mismo, por aquel entonces ni pensaba en ello, pero observándolo ahora que todo ha pasado me doy cuenta de que sí, se sale. Armándonos de valentía, de positividad y ante todo de mucha paciencia. De la mano de un buen profesional que sepa escucharnos más allá de darnos cuatro nociones o que con sus palabras nos asuste más de la cuenta. La anorexia del lactante es una enfermedad como otras muchas, y por fortuna tiene solución, más de una y de dos diría yo. Tan solo hay que dar con aquella que se adapte a nuestro pequeño, sin más.

Aunque en su día ya nos lo avisaron en repetidas ocasiones, da la sensación de que obviando los comentarios puedes evitar un mal mayor. ‘Esta niña va a ser muy mala comedora‘, era la frase que se repetía una y otra vez en la boca de familiares, amigos e incluso pediatras tras observar a Minchiña luchando contra purés o todo aquello que le pusiéramos por delante. Cierto es que al igual que existen personas glotonas o que adoran comer también las hay que ven en eso de la comida únicamente una manera de ofrecer vitaminas y nutrientes a su organismo. Yo soy de las primeras, de las que conciben el comer casi como un arte, por lo que no comprendía que mi hija, sangre de mi sangre, pudiera encontrar en la comida todo un enemigo.

Ya os digo que lo hacía. Desde la primera fruta, desde el primer puré, pasando por eso trozos de comida al más puro estilo BLW. Lo probamos todo, y la respuesta una y otra vez, era la misma. Llantos, boca que no se abría, frustración que volvía a recordarnos esos días de biberones eternos… Cada una de las comidas, esas que se prometían mucho mejores una vez empezásemos con la cuchara, se convertía en una nueva batalla de mi hija contra el mundo. Sucumbí a todo aquello que en su día me había prometido no hacer: una buena playlist de dibujos para entretenerla, potitos envasados para intentar conquistarla, galletas de vez en cuando porque al fin y al cabo algo es algo…

Una no sabe lo que es la paciencia hasta que que se ve embadurnada en puré de pollo con verduras tras más de una hora de ‘abre la boca, cariño‘. Mentiría si dijese que nunca lloré mirándola mientras cerraba la boca con fuerza como indicándome que ese sería su muro infranqueable. En mi cabeza se repetían una y otra vez las palabras del pediatra ‘jamás la obligues‘, pero a su vez se superponían los comentarios de todos los demás: ‘Esa niña tiene que comer, que está muy delgada’, ‘ponle los dibus y dale todo lo que puedas’, ‘¿tiene ya 9 meses? La mía con ese tiempo pesaba el doble’.

Claro que el tiempo también ayuda a aprender a pasar de todo, aunque para variar de los errores se aprende una vez los has cometido. Superamos a trompicones esa etapa de intentarlo todo con muy pocos éxitos y demasiadas guerras perdidas. En su mayoría, días enteros en los que observábamos que nuestra hija apenas había tomado un par de cucharadas de puré, un poco de fruta y algunos mililitros de leche. A ella la veíamos feliz, creciendo a su lento ritmo pero pletórica. Sí, esto era lo único que nos reconfortaba y ya os adelanto que al fin y al cabo es lo que nos debe importar.

Con el paso de los meses nos dimos cuenta de que Sofía comía cuando quería, no cuando nuestro reloj lo indicaba. Parece obvio, ¿verdad? Debimos ser unos padres terribles ya que nos costó más de un año comprenderlo. Nos comen la cabeza con la idea de que un bebé tan pequeño no puede pasar más de tres horas sin probar bocado y como si estuviésemos criando un robot, así nos lo tomamos. Nuestra pequeña debía ser la excepción a la regla, ya que ella misma era la que llegado el momento pedía su comida y la tomaba con gusto.

Siempre que recuerdo ese intervalo de tiempo me paro a pensar si no fui capaz de entender a mi hija, si yo misma estaba tan centrada en cumplir con las exigencias del guion que no supe ver lo que ella me estaba diciendo. Rompo a llorar un poco de rabia y otro poco de ansiedad al imaginar todo el mal que le estaba haciendo sin quererlo.

¿Qué hay de todo eso ahora? Sofía, también conocida como Minchiña, no es la niña que más come del mundo. Siempre tiene cosas mejores que hacer que sentarse a la mesa, aunque también es cierto que pide cuando realmente lo quiere. Adora la fruta fresca, el mango, las frambuesas, las moras y el melón. Le encanta el queso y su plato preferido es la sopa de letras. No se niega jamás a probar lo que le ofrezcamos aunque tampoco se corta a la hora de escupir si no le convence lo que le hemos dado.

En el fondo, muy en el fondo, no lo hemos hecho tan mal. Aunque está claro que esto de enseñar a comer a los más pequeños es todo un mundo, y que las pautas al fin y al cabo, solo son eso, ideas de base con las que jugar hasta dar con nuestra propia tecla.

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