SOS, Me han dicho que tengo pantobillos ¿Alguien puede ayudarme?

 

Hace unos días estaba paseando con mi perro por el parque. Había amanecido un día soleado después de varios días de lluvia y aire, incluso hacía algo de calor, por lo que desempolvé mis pantalones cortos y me dispuse a disfrutar de la mañana del sábado. 

El parque estaba lleno de gente que como yo quería disfrutar del buen tiempo. Había niños jugando, familias paseando y un grupo de adolescentes sentados en un banco hablando y riendo.  Me pareció un ambiente maravilloso, toda esa gente disfrutando de un clima primaveral, las risas, el ruido de sus voces, la tranquilidad de que todo el mundo allí fuese aparentemente feliz. 

Eso me puso de buen humor, cosa que no me duró mucho tiempo, porque justo cuando pasaba junto a los jóvenes, escuché la voz de una chica que, en voz no lo suficientemente baja le decía a su amiga: “madre mía, nena, mira que pantobillos tiene esa mujer”

Miré a mi alrededor. 

La única “mujer” que estaba cerca era yo. Por un momento me alegre de que no me hubiese llamado “señora”, pero lo de los “pantobillos” me alarmó. 

Me miré disimuladamente mientras apretaba el paso. No entendía muy bien qué era eso que yo tenía, que les había llamado tanto la atención.

En cuanto llegué a casa busqué en internet; “Pantobillos”: Una mezcla de tobillo y pantorrilla. La pantorrilla arranca y llega hasta el pie sin que se note diferencia con el tobillo. Tobillos gordos y sin forma. Pierna sin forma que parece no tener tobillos. 

Alarmada fui corriendo a mirarme al espejo. Es cierto que tengo la pierna algo ancha y que mis tobillos no son finos, pero llamarlos pantobillos me parecía una exageración. 

Aquel día intenté olvidarme de aquel comentario. Me dije a mi misma que tendría los tobillos hinchados, nada más. Pero por mucho que lo negara mi inseguridad había desbloqueado un nuevo complejo y sin pretenderlo, me descubría cada dos por tres observando esa parte de mi cuerpo. 

Empecé a buscar remedios caseros, desde meter los pies hasta los tobillos en hielo hasta los masajes con manzanilla o aloe vera.

También recomendaban poner las piernas en alto. Así que estuve casi toda la tarde haciendo el murciélago. 

La semana siguiente fue de temperaturas alta y por mucho que apretase el sol no me atrevía a ponerme ni faldas ni pantalones cortos. La imagen de mis tobillos gordos me obsesionaba, soñaba que iba por la calle y la gente se reía de mí y que mis tobillos eran tan gordos que apenas si podía verme los pies. 

Aquella situación me resultaba muy extraña, siempre he estado un poco rellenita y es algo que nunca me ha importado. Tengo barriguita, pechos generosos y un culo gordo que me encanta. Aquello de los pantobillos me había pillado por sorpresa, con las defensas bajas y por algún motivo me había afectado de una forma que no lograba entender. 

Agobiada por la situación y utilizando internet como única consejera, busqué una clínica donde hacían un tratamiento quirúrgico para eliminar semejante monstruosidad. 

Días antes de la intervención, de nuevo en el parque con mi perrete, volví a encontrarme con el grupo de chicos. Me alegré de llevar pantalón largo para evitar que se me quedasen mirando. Esta vez estaban jugando con una pelota.

Cuando pasé por su lado varias chicas se reían de una tercera porque tenía “brazoaleta” Confusa y preocupada busqué en el móvil el significado de aquella nueva palabra , aquel adjetivo que hizo que una de las niñas dejase de jugar y se sentara en un banco, avergonzada. Después de mucho buscar descubrí que se referían a la piel del brazo, la que hay debajo del tríceps. Al perder peso rápidamente o no tener la musculatura definida, esa piel tiende a colgar y al levantar los brazos se veía como “un ala de murciélago. 

En ese momento lo comprendí. Ni cuello de pavo, ni brazoaleta, ni pantobillo. Todos esos apodos despectivos a estados de nuestro cuerpo no son más que herramientas que hemos creado para hacernos daño. La vida a través de la red, los estándares estéticos imposibles, los filtros, todo eso nos han hecho creer que tenemos que ser perfectos. Que la piel no puede descolgarse, ni arrugarse, ni los tobillos hincharse. Que los pómulos tienen que sobresalir del rostro como abazones y que las pestañas tienen que ser infinitas. Pero no, eso no es la realidad. 

La belleza del ser humano está justo en lo contrario, en las imperfecciones, en las particularidades. En la cicatriz que nos recuerda que hemos superado tiempos difíciles y en las patas de gallo que marcan las veces que hemos sonreído. 

Ahora amo mis pantobillos, como amo mis curvas y mis lunares y espero no olvidar nunca que aquello en mi que es imperfecto es lo que me hace hermosamente humana. 

 

Lulú Gala