Juro que lo he intentado, y como yo, estoy segura que otras muchas. Y no es que vivamos en un mundo paralelo, sino que en nuestra rutina diaria no hay ni un pequeño espacio reservado para ello. Sí, he comenzado y he pretendido ser constante, pero realmente no he sido capaz, no puedo y punto, eso de arreglarme, maquillarme y acicalarme no va conmigo.

Es algo con lo que se nace. Desde bien pequeña te han enseñado a que al colegio se va cómodo, con ropa que no de pena destrozar. Y según pasan los años y creces vas comprendiendo que el verdadero arte del buen-vestir está en la funcionalidad de lo que te pongas. ¿Con once años voy a ir a un cumpleaños de vestidito y lazos? No madre, iré como mucho en vaqueros y la camiseta de Hugo que me ha enviado Carmen Sevilla, que lo peta una barbaridad y seré la envidia de todos.

Hugo era lo más por aquel entonces.

Lo que ocurre es que el tiempo pasa, y con él tu cuerpo deja de ser el que era para llenarse de curvas y voluptuosidades. Y tú… pues sigues a lo tuyo. Que todas tus compañeras están deseando tener unas Doctor Martens repletas de agujeros, y a ti lo único que se te pasa por la cabeza es hacerte con las últimas Nike Air de Michael Jordan. El tema aquí es que en plena adolescencia el qué te pondrás o dónde pasarás tu tiempo libre ya es otro cantar (por desgracia), y de pronto te encuentras en el medio de varios grupos con los que te debes mimetizar si quieres tener vida social.

Porque de la noche a la mañana “dime cómo vistes y te diré quién eres”: la rarita que repite modelo todas las semanas, la top que estrena conjunto siempre que puede, el que lleva siempre ropa negra y… tú, la reina del chándal y de las deportivas. Que a ti eso de ponerte un jersey apretadito te agobia solo de pensarlo, y ya no hablemos de enseñar escote, que las tetas más que gustarte te estorban ¡cómo para enmarcarlas!

Llegada la madurez, y con ella los deberes como ser adulto, comprendes que hay ocasiones que no las salva ni la camiseta de la Ruperta del Un, Dos, Tres. Toca dejarse hacer, porque en nuestro ADN no está lo de maquillarse, y rezar para no vernos disfrazadas con tanto potingue encima. ¡Y oye! ¡Qué estamos fantásticas! Y lo mejor de todo es que como jamás te acicalas, el día que lo haces lo rompes mucho muchísimo. Aunque ya si queremos rizar el rizo, también te sienta como una patada en el hígado eso de “es que claro, nunca te arreglas, pero con lo guapa que eres de cara es un pena”.

Una pena que no madrugues una hora más cada día para pintarte, una pena que no gastes cientos de euros en trajes fantasticiosos pero con los que no estás nada cómoda, una pena que no te peines y repeines la melena para parecer la Echebarría en el anuncio de champú… Sí, toda una pena, y no los millones de problemas que hay en este mundo.

Y es que efectivamente te ves monísima, pero cuarenta minutos después esos taconcitos de cinco centímetros que has ido a comprarte con tu hermana (la que sí que sabe de moda), te aprietan y acorralan los pies. Los gemelos te tiran como en el peor entrenamiento de basket, y solo tienes ganas de llorar o de pegarle a alguien. Miras y buscas consuelo en que otra mujer lo esté pasando igual de mal que tú, pero no hay manera, ves a chicas subidas a andamios imposibles y sonriendo como si no pasara nada. ¿Pero cómo, chiquilla, si esas sandalias con tremendo tacón de aguja te tienen que estar destrozando el alma?

Si a todo esto le sumas que has empezado a sudar frío y que el vestido no te permite moverte todo lo que quisieras… El maravilloso maquillaje se convierte en una máscara a chorretones que te resbala por la cara, el peinado a tope de pinzas es como el pelucón de Marge Simpson, y continúas con ansias de gritarle al próximo que te diga que deberías vestirte así más a menudo, que pareces otra… Pues… ¡Otra voy a parecer cuando me cague en tus muertos!

Porque es así, unas están hechas para preocuparse cada día de ese pelillo de más que les ha salido en la ceja izquierda, y a ti cuando te pilla por banda la esteticista resopla y se queja en silencio por todo el curro que tiene por delante. Unas están siempre a la última en productos de cosmética, y tú tienes un neceser viejuno con cuatro brochas y tres sombras rositas que ya no se llevan seguro. Unas saben cómo sacar partido a una falda de mil maneras distintas, y tú por no tener no tienes ni unos panties en el cajón de lo incomodísimos que son.

Y no es ser mejor ni peor, sino sencillamente ser una misma. Quizás podríamos cuidar nuestra piel más de lo que lo hacemos, o intentar sacarnos más partido con algún modelito que se nos antoje, pero nos hemos acomodado tanto con cuatro prendas que nos dejan ser nosotras mismas… Puede que para muchos sea falta de feminidad, pero esa la llevamos dentro, seguro.

Adoro ser mujer pero odio infinitamente los sujetadores y todo lo que implique unas varillas sosteniéndome los pechos. ¡Free domingas y domingos! Y libertad también para decirlo sin miedo: ¡Eres la reina del chándal!