Yo ya era madre. Lo era muchos meses antes de la llegada de Mateo. Aunque nadie lo sintiese o pasase desapercibido para casi todos. Dentro de mí era la mamá de Simón.

Recuerdo que era verano, una mañana diferente. Había amanecido con un sentimiento especial en mi interior, y creí que aquello no podía ser más que una señal. Pablo todavía dormía a pierna suelta, estábamos de vacaciones y ni se me hubiera ocurrido despertarlo tan temprano. Al menos no lo habría hecho de no ser por la enorme noticia que necesitaba compartir con él.

En la misma calle donde teníamos nuestro piso de alquiler había una pequeña farmacia, de esas que abastecen a casi todo el pueblo. Jamás había comprado un test de embarazo y estoy segura de que en mi cara se podía leer la palabra ‘acojonada’ en letras mayúsculas. Entré de nuevo en el baño cruzando los dedos, intentando no mirar pero deseando hacerlo. Al otro lado de la puerta los ronquidos de Pablo me hacían sonreír. Y entonces dos líneas rojizas fueron el comienzo de una de las etapas más preciosas de mi vida.

Guardo pequeñas imágenes, como diapositivas, de cómo terminamos aquel dulce verano. Mi chico y yo guardamos como nuestro secreto más preciado la gran noticia, queríamos esperar a que los médicos nos confirmasen que todo iba bien. Así que juntos, entre abrazos y miradas de complicidad, compartimos más de diez semanas de engañifas a nuestro alrededor.

Yo beberé agua, no me apetece tomar vino en esta comida‘, ‘jamón no gracias‘, ‘a mí ponme una cerveza pero, por favor, que sea sin alcohol‘… Nuestros amigos, nuestra familia, todos nos miraban sospechando que les estábamos ocultando un bombazo, o que al menos eso nos creíamos nosotros. Pocos fueron los que se sorprendieron el día en el que, al fin, contamos al mundo la próxima llegada de Simón. Las embarazadas debemos llevar un cartel luminoso pegado a la espalda.

Dicen que se me notaba en la cara, en ese gesto de ilusión y esperanza que parecía iluminarme durante todo el día. Incluso hubo quien dijo que, aunque yo no lo apreciase, en muchas ocasiones acariciaba mi tripa a pesar de no notarse todavía en absoluto. Fuese lo que fuese, cuando mi ginecólogo me dijo que todo estaba en orden, agarré mi teléfono con unas ganas inmensas de contarle al mundo que iba a ser madre.

Era esa sensación de que nada puede ir mal, de que tras cuarenta semanas de espera tu vida cambiará porque tendrás a tu lado al ser más dulce del mundo. Ni el trabajo, ni los problemas que hasta entonces me robaban el sueño… todo parecía haberse vuelto de otro color y, sencillamente, mis prioridades ya no eran las mismas.

Y no me malinterpretéis, yo no era de esas embarazadas ultra pesadas que solo saben hablar de síntomas, dolores, fluidos y bebés. Simplemente era feliz, lo era con todas las letras.

No os imagináis lo oscuro que se torna todo en este punto de mi historia, o mejor dicho, de la historia de Simón. ¿Habéis intentado alguna vez relacionar una etapa de vuestra vida con un color? Yo suelo hacerlo. Y si el embarazo de mi primer hijo es un recuerdo que empieza siendo azul cielo, de pronto se vuelve gris, triste y apagado hasta ser el negro más profundo del universo.

Pablo y yo llevábamos semanas ultimando los preparativos para la llegada de Simón. Jamás olvidaré nuestra eterna discusión sobre el modelo de silla de coche que comprar. Mi marido había jurado que él se encargaría al cien por cien de tomar aquella decisión, pero yo no le dejé, metí mi hocico hasta que adquirimos la que yo decía desde el principio. Fue esa crisis que, tal y como todavía dice Pablo a día de hoy, ‘representa en qué posición de la familia estamos cada uno, y tú (por mí) llevas claramente el bastón de mando‘.

Al final siempre terminábamos sonriéndonos y acariciando con cariño esa tripita que Simón había convertido en su hogar. Era un niño inquieto, que no me dejaba dormir ni una sola noche. Sus constantes movimientos y patadas parecían adorar las madrugadas. Recuerdo levantarme de la cama angustiada pero terminar paseando por el salón tarareando una nana, esperando que mi pequeño desde allí dentro me escuchase y juntos pudiéramos descansar.

Me imaginaba acunándolo ya entre mis brazos. Devorándolo a besos y cosquillas. Tomaba mi barriga entre mis manos y sabía que allí estaba mi mayor tesoro. Tan solo quedaban dos semanas para la gran cita, el tiempo parecía haberse detenido. Los nervios y la ansiedad iban en aumento día tras día. Iba a conocer al amor de mi vida.

Y como en un túnel sellado al otro lado, sin luz que divisar, que te guíe, guardo aquella visita al ginecólogo. Era una cita más, rutinaria, la última antes del nacimiento de Simón. Pablo y yo llegamos a la consulta con una pequeña caja de bombones para la matrona y al doctor, ambos se habían portado increíblemente bien con nosotros, aguantando absolutamente todas nuestras preguntas de padres primerizos, atendiéndonos con un tú a tú muy especial.

Llegado el momento, tocaba realizar una última ecografía. Hacía algunas semanas que no veía a mi pequeño en aquella pantalla. Me tumbé sobre la camilla mientras bromeaba con el médico y, tan solo unos segundos después de empezar a mover el ecógrafo sobre mi barriga, pude leer el miedo en su rostro. Sin mirarme a los ojos avisó con apuro a su compañera, los dos revisaban la pantalla pulsando un botón tras otro, apretando con fuerza aquel aparato contra mí. El instante fue eterno, para todos.

Silvia, siento tener que decírtelo, lo siento de corazón, pero no hay latido…‘ aquel ginecólogo me miraba con la cara completamente desencajada.

¿Sabéis qué se le pasa a una mujer cuando, a pocos de días de dar a luz, le dicen que su hijo ha fallecido? De veras, es una sensación indescriptible. Es un dolor tan intenso y feroz que borra por un momento toda la información de tu cerebro. Te vuelve inútil, un ser vacío y frío. En mi cabeza solo se había quedado la supuesta imagen de mi pequeño Simón dentro de mí, como flotando en la nada, difuminándose en mi inconsciente.

Permanecí paralizada mientras Pablo pedía más explicaciones al médico. Las lágrimas ya brotaban de sus ojos a la vez que su tristeza invadía la habitación. Yo continuaba allí tumbada, con la barriga cubierta de aquel gélido gel. Me empecé a preguntar por qué aquello nos pasaba a nosotros, cuando Simón siempre había crecido sano y con completa normalidad.

Son tantas las dudas… la frustración y el dolor son tan horribles, que crees estar viviendo una broma muy pesada. Me hicieron falta horas para entender que no iba a ver crecer a mi hijo, que la felicidad se había convertido en duelo en cuestión de segundos. Tuve que asumir el tener que dar a luz a un pequeño Simón sin vida. Horas de contracciones, dolores y sufrimiento, que terminaron sin ese precioso llanto de bebé recién nacido. Una sala en completo silencio, donde hubo amor, muchísimo amor, pero también una tristeza infinita.

Pocos hablan de ese duelo ante un hijo que no llega a ver el mundo. Que se apaga conociendo únicamente el vientre de su madre. Desde entonces he escuchado palabras de ánimo y pésames continuos, pero también he soportado desdenes de personas que restan dolor a mi pérdida considerando que un bebé no nacido es menos que aquel que llega a nacer con vida.

Era, y continúo siendo, una madre sin bebé. Una persona incompleta que ha visto su mundo derrumbarse sin más motivos que un corazón que ha decidido dejar de latir. He visto a Simón en mis sueños, lo he abrazado y acunado con fuerza, sin dejarlo ir. Y he llorado noche tras noche, viendo desde lejos esa habitación vacía que todavía lo está esperando.

Casi dos años después el pequeño Mateo se convertía en mi bebé arco-iris. Como un nuevo regalo y con todos los miedos del mundo, celebramos su llegada. Sabíamos que en él se escondía una pequeña parte de su hermano Simón. De ninguna manera podríamos reemplazar el inmenso vacío que nuestro primer hijo nos había dejado, pero la vida debía seguir hacia adelante.

Mateo sabe desde siempre que tiene un hermano. Conoce la historia de Simón, lo que sucedió y cómo poco a poco lo fuimos sobrellevando. Quizás otras familias habrían optado por omitirlo, pero para nosotros nuestro pequeño fue mucho más que un bebé que no logró nacer con vida. Cada duelo es diferente, y como madre yo siempre he necesitado dejar constancia de que mi Simón existió aunque solo fuera durante treinta y ocho semanas.

Por desgracia la muerte perinatal es una realidad. Es un hecho que además te sacude congelando por completo una de las etapas más dulces de cualquier mujer. Dejemos de silenciarla, dejemos de restarle importancia. Porque yo, como otras muchas mamás,  continúo siendo #unamadreenduelo.

Fotografía de portada

 

Anónimo

 

Envíanos tu historia a [email protected]