Lunes 2 de marzo a las 14:15. Ciudad de Salamanca. Una ojerosa Marina busca aparcamiento incansablemente, frustrándose más y más porque no encuentra ni un fucking sitio. Desventajas de vivir en el centro. De repente sus ojos se iluminan. Una furgoneta blanca se va. Pone el intermitente y se coloca para aparcar. Un señor de unos cincuenta y pico años ve las maniobras y se para en seco en medio de la acera. Hay muchas cosas que se le dan mal en esta vida a la ojerosa Marina, pero aparcar no es una de ellas. Aun así, el señor de cincuenta y pico años siente el irrefrenable impulso de hacer gestos con las manos, ayudándole cuando ella en ningún momento ha pedido ni consejos ni instrucciones.
Voy a dejar ya de hablar en tercera persona, que no soy Aída Nízar. Pero sí, amigas mías, esta maravillosa historia no es una anécdota aislada. Me ha pasado decenas de veces. ¿Por qué? Pues no lo sé, es como si algunos hombres tuviesen complejo de profesor de autoescuela, pero sólo cuando ven mujeres al volante.
Es curioso que cuando es mi novio el que conducen, NADIE LE DA INSTRUCCIONES. Nunca. Y yo le quiero mucho, pero aparca como el culo. Por suerte tiene un coche pro que le avisa cuando va a chocarse con el de delante o con el de atrás. Sin embargo, a mí me deben ver cara de pringada o, pero aún, DE MUJER.
Y lo que más me jode es que me desconcentro y me pongo nerviosa, como si tuviese que rendir cuentas al cincuentón de turno. “ME-QUIERE-USTED-DEJAR-APARCAR-A-GUSTO-HOMBRE-YA”. Eso es lo que debería decir, pero me entra el agobio, me quedo callada y sonrío por no subirme a la acera y atropellarle.
Tal vez ese es mi problema. Quizá debería bajar la ventanilla, poner mi mejor resting bitch face y decir “oiga, ¿le he pedido yo ayuda para aparcar?”. De hacerlo estoy segura de que me llamarían de todo: borde, amargada, rancia, malfollada, FEMINAZI. Porque ellos tienen derecho de importunarnos y darnos instrucciones que no hemos pedido, pero nosotras no podemos rechazarlas porque pasaríamos a ser el anticristo.
Y habrá gente que niegue el mansplaining, cuando es una situación que vivimos a diario. El constante “deja que ya lo hago yo”, dando por hecho que somos débiles, inferiores, incompetentes o desvalidas. Ya cansa, queridos.
Aun recuerdo que con 15 años aprendí a disparar en unas ferias del pueblo. Gané un peluche y estaba más contenta que nunca. Ese mismo año fui de vacaciones con mis padres y vi que había un concurso de tiro en el hotel. Me apunté, y al llegar prácticamente todos eran hombres de entre 20 y 50 años. También había algún que otro adolescente, pero yo era la única mujer. Se quedaron mirando con una mezcla de incredulidad y ternura, sin entender por qué una cría de mi edad estaba en un concurso de ese tipo. Sólo me miraban a mí, no al resto de chicos de 15 años. No tengo claro si destaca por ser una cría o por ser una mujer.
Quedé segunda y esa misma noche me dieron un diploma en la típica fiesta nocturna de los hoteles de Benidorm. Todos me preguntaban lo mismo “¿Tu padre es policía?”. No, caballeros, mi padre es carnicero y yo soy la puta ama.
A lo mejor la próxima vez que esté aparcando y venga un señor a tocarme los ovarios debería responderle, rememorando esa sensación de invencibilidad que tuve con 15 años al callar la boca de decenas de señores de cincuenta años.