No sé si habéis visto la película Mujer blanca soltera busca. Sí, esa en la que la protagonista encuentra una compañera de piso que acaba obsesionada con ella: se peina como ella, se viste como ella, incluso se comporta como ella… y hasta trata de robarle el novio. No es spoiler, la película tiene más años que Jordi Hurtado. La cuestión es que yo viví algo parecido, pero nada relacionado con la ficción. Todo real como la vida misma.
¡Qué bien! ¡Le gusto a mi suegra!
A todas las personas nos gusta que nos halaguen alguna vez, y no solo por nuestro bonito interior. También por el físico y la apariencia. Nos gusta gustar, para qué negarlo, porque contribuye a sentirnos admirados y queridos.
Que lo hagan tus familiares y tus amigos/as está bien, pero ellos/as ya te quieren por cómo eres. Una suegra es diferente. Con la suegra tienes una relación lateral y forzosa y, si no le caes bien, sus desaires pueden llegar a herir. Así que yo acogí de buena gana los piropos cariñosos que me dedicaba mi suegra.
Como en la peli que he citado al principio, la cosa comenzó a levantar mis suspicacias cuando la buena mujer ya no se limitaba al “¡Qué mona va esta chica siempre!”. Que un buen día se presente con exactamente el mismo pañuelo que tú llevabas la semana anterior, te hace gracia. Que al otro sea el bolso te hace decir: “Ah, bueno, pues le gusta mi estilo”. Pero que al otro se tiña el pelo en tu tono… ya eso da que pensar.
¿Reconquistando al hijo?
Lo que estoy diciendo podría ser una tontería, y hasta resultar divertido, si no se hubiera convertido en algo surrealista. Yo notaba como, poco a poco, aquella mujer se iba transformando en mí. No como las niñas que se quieren vestir como su mamá o su hermana mayor, no, aquello no resultaba tan tierno ni tan inocente.
Puedo citar algunas de las prendas que se compró después de habérmelas visto: un par de vestidos, dos o tres blusas, un cárdigan, una chaqueta, un bolso y alguna que otra pulsera. Ella llegaba y me preguntaba: “Uy, qué mono, ¿de dónde es?”, como si yo fuera su influencer particular. Y luego, como las fans que profesan fe ciega a las María Pombo, Laura Escanes o Dulceida de la vida, allá que iba a ella a comprarlo. Sin que yo rascara un eurito de comisión, por cierto.
La situación llegó a incomodarme tanto que lo hablé con mi pareja, quien, por supuesto, le quitó importancia. He observado un patrón común en los hombres de mi vida: mejor la negación que asumir la incomodidad de constatar algo y tener que mediar, y menos aún si en el conflicto está su madre. “Mujer, pues, ¿qué pasa? Eso es bueno, ¿no? Que te imiten”.
El asunto pasó de escamarme a darme mucha grima cuando, un buen día, su hijo le hizo un comentario sobre lo último que se había hecho en el pelo. Que era un corte parecido al que yo llevaba y un tono primo hermano, ni más ni menos.
-Te has cambiado el pelo, ¿no, mamá?
-Sí, hijo, ¿has visto? ¿Te gusta?
-Sí, estás muy guapa.
Una conversación cortés, normal y corriente, sin nada reseñable… si no hubiera sido por toda la trayectoria que la señora ya llevaba. Yo pensé: “Ya está. No es que me admire, ¡es que quiere ser como la que le gusta a su hijo!”.
La traca final
La guinda del pastel la puso una noche en la que habíamos quedado para cenar con más familiares de él. Como todo el mundo se reía cuando daba detalles sobre la situación, quise esforzarme por que a mí también me pareciera cómico. Fue entonces cuando las dos nos presentamos a una cena vestidas iguales.
No llevábamos exactamente las mismas prendas, pero sí la misma combinación de colores por arriba y por abajo. Y no hablo de un blanco y negro o un marrón y beige neutros, no. Hablo de un azul y un gris que, bueno, tampoco es que asumiera un riesgo nivel Desigual, pero son colores muy concretos.
Os juro que parecíamos las dos mellizas de El resplandor. No, peor, por la diferencia de edad y de físicos. No hubo nadie que no reparara en el detalle, ni siquiera mi novio, que ya no podía dejar lugar a la duda.
A partir de ahí, me puse seria y comencé a mostrar mi incomodidad. Se me quedaba cara larga cuando llegaba con algo parecido a lo mío, y le mentía descaradamente cuando me preguntaba dónde lo había comprado. Ella lo notó y cambió su actitud, así que pude poner fin a la historia de un modo menos traumático que en Mujer blanca soltera busca.
*Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora