Tengo en el trastero los asientos de un Peugeot 307 y os cuento por qué.

Empezaré por el principio.

Allá por el año 2002 me enamoré por primera vez.

Creía que había estado enamorada antes, pero, qué va. Cuando le conocí a él supe que no, para nada.

Fue un enganche de estos muy locos y rápidos y pasamos juntos un verano formidable. Lleno de días de playa, fiestas, verbenas, besos con sabor a sangría y noches de pasión encerrados en su coche. Porque ambos vivíamos con nuestros respectivos padres y porque no nos alcanzaba la pasta para irnos de hotel.

Juventud…

En fin, fueron unos meses de película.

Hasta que llegó octubre, la vuelta a la universidad y, con el inicio de los exámenes, el chaval se agobió y se marcó un ghosting épico. Aunque, por aquel entonces, no se le llamaba así a lo que me hizo.

Yo le echaba de menos, mogollón.

Pero me había hecho mucho daño, así que, cuando quiso volver a mí, me hice la dura todo lo que pude. Que no fue poco.

Una tarde accedí a quedar para charlar, vino a recogerme en aquel coche, fuimos a un mirador…

Y en medio del éxtasis que solo había conocido en la parte trasera de ese vehículo concreto, caí.

Volví con él con todas las consecuencias.

Foto de Jonathan Borba en Pexels

De pronto éramos novios formales. De los que hacen más cosas juntos que pasar las noches de los viernes en un picadero con vistas al mar.

Puede que el hecho de que empezáramos a trabajar y pudiésemos permitirnos escapaditas para pasar el fin de semana juntos en una habitación en condiciones y eso, tuviera algo que ver. El caso es que estábamos muy bien.

Y, como el tiempo pasaba y nosotros seguíamos felices, nos fuimos a vivir juntos.

La convivencia con mi chico, de diez.

La vida de pareja, otro diez.

¿El sexo? Mmmm… un nueve.

Satisfactorio, sí sí.

Pero no había forma de conseguir orgasmos con la penetración.

Lo intentábamos de todas las maneras, tratábamos de buscar el ángulo con el que sabíamos que era posible. Nada.

Era una cuestión de postura, nos dábamos cuenta. Volvimos al mirador… Ais, en el coche nuevo no funcionó.

Y mi novio buscó la solución.

El día que se cumplía nuestro primer año viviendo juntos llegué al piso y me encontré la mesa de la cocina toda engalanada y un olor super rico inundándolo todo.

Ninguno de los dos somos especialmente románticos, por lo que fue toda una sorpresa ver que me había preparado la cena y que se había esmerado en crear una atmósfera tan cuqui.

Me sentí mal porque yo no había hecho nada especial ni le había comprado nada.

Se lo dije cuando terminamos de cenar y él me tranquilizó diciéndome que había comprado algo, pero que era un regalo para los dos.

Me miró con una sonrisa picarona en la cara y añadió que, para verlo, teníamos que salir de casa.

Nos metimos en el ascensor y me puso una venda en los ojos. Me iba a morir de la vergüenza si me sacaba así a la calle, sin embargo, no tardé en darme cuenta de que me llevaba al trastero.

Recuerdo pensar que, si el dichoso regalo era el congelador vertical del que nos había hablado su madre, me iba a costar muchísimo disimular mi reacción.

La verdad es que no tuve que forzar nada.

Flipé por colores cuando me quitó la venda y vi que había colocado un montón de velitas de té (como para haberle prendido fuego a todo el edificio…) a lo largo de los estantes y las cajas que previamente había recolocado para hacer hueco a los asientos traseros de un coche.

No cualquier coche, no. Eso ya sabíamos que no funcionaba.

Los de un Peugeot 307 2.0 HDI, con la misma tapicería que aquel en el que tantos buenos ratos habíamos pasado y donde mi cuerpo había dado con el truco para alcanzar el orgasmo sin intervención manual.

Los había comprado en un desguace, los había lavado con profusión y debía de haber usado uno de esos limpiadores con olor a nuevo, porque olían que ni recién salidos del concesionario. Les había dado la altura que tendrían instalados en la carrocería levantándolos sobre unos bloques y estaban bien sujetos.

Pobrecillo mío, me apetecía una mierda montármelo en el trastero, pero no quería decepcionarlo ni ser una desagradecida.

Así que, efectivamente, lo hicimos allí.

Y me corrí a la primera.

Y han pasado los años, y los asientos siguen en el trastero. Junto a una caja con velas y unas cerillas.

Porque, de cuando en cuando, nos sobreviene la nostalgia y bajamos a sentirnos como los dos chavales desaforados que éramos cuando nos conocimos.

Y porque seguimos sin encontrar esa posición exacta en ningún otro sitio.

 

 

Anónimo

 

 

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