Qué anécdotas nos da Tinder. Muchos disgustos y decepciones también, pero cuando miras desde la lejanía y una cierta perspectiva, incluso eres capaz de reírte.

Amigas mías, del maromo del que os voy a hablar hoy era de todo menos común: pelirrojo zanahoria, bajito y bastante delgado y pálido… eso en cuanto al físico, porque de personalidad le encontré bastante tímido y callado. Qué sorpresas me daría después el mozo, caguenlavirgen. Me llamó la atención porque pensé que era extranjero, que estaría aquí de visita y quería un poco de meneo para el cuerpo, pero no, me equivoqué. Era de nada más y nada menos que de Sabadell, así que la idea romántica que tenía yo en mi mente de que era un pariente perdido de Jamie de Outlander, se vino abajo rápidamente.

Como es de rigor, intercambiamos palabras amables, otras dulces y algunas picantes, con lo que nos citamos en un bar a ver si surgía la chispa. Pero allí no surgía nada, chicas: el hombre no hacía más que mirar a todas partes (a todas menos a mí), pedirse una ronda tras otra y dejar escapar algún que otro vocablo distraído. Todos los intentos de conversación que yo trataba de sacar, él los llevaba a un callejón sin salida. Estaba al límite de mi tedio y veía que la cosa no iba a funcionar cuando, de pronto, me sucedió algo completamente inesperado. 

Me encontraba tan aburrida que hasta una mosca hubiese captado mi atención, de modo que fijé la vista en el fondo, donde había una pizarra colgando de la pared. En ella había apuntadas diferentes tapas y platillos, pero tiza azul marino sobre fondo negro fue una mala elección.

Como quien no quiere la cosa, saqué mis gafas del bolso, me las puse un momento y examiné qué había para comer. Tenía algo de hambre y no sabía bien qué me apetecía, así que me tiré un buen rato examinando la pizarra. Una vez decidida, miro hacia delante y me encuentro al maromo mirándome con ojos desorbitados, vidriosos, la boca un poco abierta y los labios húmedos. No sabía si estaba excitado o sufría una crisis de algo, os lo digo, pero enseguida supe la solución. Fui a guardar de nuevo mis gafas en su estuche cuando me agarró con brusquedad de la muñeca y me gritó: «¡No te las quites!». 

Me las vuelvo a poner, me alza del asiento con cuidado y me susurra al oído que vayamos a su casa. Yo estaba dubitativa, tenía ganas de marcha, pero me confundía su actitud. Aún así, acepté. Fuimos casi al trote, chicas, que me dejé los pulmones en la acera. ¿Por qué tanta prisa? Me daban ganas de darle el alto como a los caballos, pero un vistazo rápido a sus pantalones me hizo entender que estaba a punto de galoparlo. 

Más animada, nos comimos los morros en el ascensor, y solo traspasar las puertas de su piso, me pide que me arrodille. Pienso que quiere una felación, y no le iba a decir que no, cuando me retira. Estaba en el límite de la confusión cuando veo que se la empieza a machacar como un mono salido delante de mi cara, soltando un litro de lefa (bueno, quizá algo menos) sobre mis queridas gafas.

Le llamé de todo menos guapo mientras él respiraba satisfecho, me marché de un portazo y no le volví a contactar. El mozo lo intentó, y entonces le dije: «Ahora llevo lentillas. Cuídate». Por suerte, no volví a saber.

EGA