Fui de esas primeras aventureras que se lanzó a explorar el universo Tinder cuando aquello era cosa solo de una minoría. Lo cierto es que siempre me ha gustado ir por delante de las masas, sobre todo cuando ello implica experimentar. Yo fui esa que usaba Fotolog cuando nadie lo tenía, me abrí una cuenta en Tuenti y todavía no contaba con nadie a quién hablar o a quién etiquetar en mis fotos… y por supuesto, me descargué Tinder cuando casi casi era una app secreta.

Creé mi perfil sin excesivas esperanzas, un poco aburrida de los ligues de discoteca y de que en mi círculo de amigos me machacasen con que me iba a morir sola. ‘¡Queridos, si tengo 29 años!‘ les repetía una y otra vez, pero ellos algo veían en mí que les preocupaba vagamente. Una foto, otra más, esta también que salgo muy mona… y entonces lo pensé ¿cuántas chicas van a abrir su perfil poniendo cuatro imágenes bonitas y una descripción archi-repetida?

Por primera vez en mi vida quise ser original, o al menos intentarlo, así que eliminé todas las fotografías que había seleccionado de entrada y opté porque mi espacio girase en torno a mi auténtica pasión, la gastronomía. Yo comiendo en un restaurante japonés, yo en Segovia disfrutando de un cochinillo, yo en el mejor restaurante de Alicante. Finiquité la labor y me sentí orgullosa, aquella era yo, y si algún tío disfrutaba de mi perfil, era porque realmente merecía conocerme.

Entre los todavía pocos usuarios de la aplicación y que mi espacio no era lo que se podía decir muy atrayente para cualquiera, tuvieron que pasar casi dos semanas hasta que recibí un match. Detrás de aquel ‘me gustas’ estaba él, Leo, y en cuanto eché un vistazo a sus datos supe que si todo lo que decía era verdad, estábamos hechos el uno para el otro.

Me llamo Leo, tengo 35 años y si tengo que decir algo que me defina sin duda debería subrayar la palabra comida. No porque sea un adicto a cualquier tipo de alimento, sino porque me encanta conocer diferentes culturas a través de su gastronomía.

Tuve que leerlo cuatro veces para darme cuenta de que era cierto, aquel chico me había descrito por completo. A mí, a esa mujer que había viajado a Japón con un listado interminable de restaurantes a visitar y que cumplió con creces su gastronómica misión. Leo era un yo en versión masculina y no podía perder más tiempo, me lancé a hablarle sin mirar ni la hora que era.

De aquella primera conversación me quedo con lo alucinados que estábamos ambos por habernos encontrado en aquella app del folleteo. Ninguno de los dos era ni un poco fan de las citas a ciegas, era como si el destino hubiese querido que comida y amor se encontrasen en un mismo lugar, y aquel punto éramos nosotros sin lugar a dudas.

Y como no podía ser de otra manera, tras unos días de tonteo y de ponernos un poco al día sobre nuestras vidas, decidimos tener nuestra primera cita en un gran restaurante de la ciudad. Nada de cervecitas o de copas, necesitábamos disfrutar juntos de una buena cena y que la conversación fluyera como lo hace un buen vino maridando un gran menú. Sopesamos ‘este o aquel’ y tras varias opciones, decidimos regalarnos un homenaje de comida francesa de la mejor calidad.

¿Sabéis lo mejor de todo? Que pasados tantos años todavía recuerdo los nervios ante esa primera cita, pero sobre todo guardo esas ganas que tenía por visitar aquel conocidísimo local al que nunca había tenido oportunidad de ir. La noche pintaba impresionante, y puedo asegurar que no nos decepcionó en absoluto.

Leo y yo conectamos desde el primer minuto. Desde que nos vimos en el bar del restaurante, ambos con una copa de buen vino y arreglados como lo exigía la ocasión. Exprimimos al máximo aquella cita, sin dejar de hablar, saboreando cada instante y cada pequeño detalle de la carta, sonriéndonos y llegando a una complicidad que yo jamás había encontrado en nadie. ¿Dónde había estado escondido aquel hombre? Era la ficha perfecta que le faltaba al puzzle de mi vida.

Lo que siguió los meses posteriores fue el no va más para Leo y para mí. En principio nos convertimos en esos amigos con un hobbie en común. Nos llamábamos o nos escribíamos siempre que llegaba a nosotros alguna noticia gastronómica importante, y eran pocos los fines de semana en los que no quedábamos para enseñarnos el uno al otro un nuevo local para catar. Apenas había tonteo más allá de alguna sonrisa inesperada. Íbamos poco a poco, sin prisa pero sin pausa.

Fue un tiempo después cuando el asunto se puso digamos, algo más serio. Un jueves como otro cualquiera estaba en la oficina cuando mi teléfono empezó a sonar. Leo parecía tener una propuesta importante que hacerme y yo me moría de ganas por escuchar su plan. Inauguración de un nuevo restaurante de comida de autor, invitaciones VIP con noche de hotel incluida y todo un fin de semana para disfrutar de la gastronomía de una provincia a la que nunca había viajado.

Era perfecto, imposible decir que no, acepté al instante y una vez colgué el teléfono me di cuenta ¿noche de hotel, Leo y yo? El estómago se me subió hasta la garganta por culpa de los nervios. Tenía claro que aquel chico y yo éramos todo complicidad, que nos gustábamos mutuamente, que debíamos dar un paso más tarde o temprano… Y aquel fin de semana era el temprano de toda esta historia.

Fue una maravilla el vernos sacar a la vez un planning sobre los lugares a visitar durante los dos días que duraría nuestra escapada gastronómica. Nuestras propuestas eran muy similares pero a la vez distintas. Leo no dejaba de sonreír mientras conducía y yo no podía dejar de mirarlo pensando en que para ser sincera conmigo misma estaba perdidamente enamorada de aquel ‘foodie‘. Dejé a un lado los papeles y posé con cariño mi mano sobre su nuca para acariciarlo despacio. Él se giró sorprendido y tras sus gafas me guiñó un ojo. Aquel era un buen comienzo.

Os lo explicaré brevemente. Han pasado más de cinco años desde aquel fin de semana, y actualmente continuamos celebrando esa fecha como algo súper especial para nosotros. Paseamos, comimos, catamos, bebimos, criticamos, en alguna ocasión también escupimos (aquellas algas eran horribles), reímos, bailamos y, por supuesto, nos besamos, mucho, muy fuerte. Habíamos partido de nuestras casas con una relación especial y para nuestro regreso apenas éramos capaces de soltar nuestras manos.

La comida, más bien la cultura gastronómica y nuestro afán por descubrir nuevos sabores, nos habían unido y desde entonces no somos capaces de dejar pasar ni una semana sin darle una oportunidad a un nuevo plato. Puede que a veces los sabores no casen tan bien como esperábamos, pero eso, por fortuna, no ocurrió con Leo y conmigo. Nosotros somos ese mar y montaña que atrae al mejor de los paladares.

 

Anónimo