¿Con qué comienzan todas las historias de Tinder? Con las fotos. Con esas imágenes que nos entran por los ojos y que nos empujan a escribir a esa persona. Así comenzó mi historia. Era un chico guapísimo: ojos claros, sonrisa de infarto, ese estilo de pelo a lo Ryan Gosling… Tras entablar conversación con él, descubrí que además era inteligente, interesante y conversador. Tenía su lado picante, pero sin resultar pesado o incómodo. Era un chico al que, sin duda, me apetecía muchísimo conocer.
Cuando me propuso quedar, empecé a sentir esos nervios previos a las citas que te hacen cuestionarte todo: ¿le gustaré?, ¿me gustará él a mí?, ¿a quién le pido que me llame en caso de que la cita vaya mal?, y, sobre todo, ¿me acabaré acostando con él? Y de repente,  me hizo una revelación un poco extraña: “Necesito que sepas que llevo muletas”. Como la curiosidad mató al gato, y no iba a ser yo menos, le pregunté que si estaba bien, que si le había ocurrido algo. Su respuesta mató a la curiosidad: “Nada, las llevo desde siempre”.
Tal vez, si habéis leído hasta aquí, os imaginéis cuál es la trama de toda esta historia, pero dejadme que os diga que he contado esta historia muchísimas veces, tanto por lo curiosa/sorprendente que resulta como por la importancia que tuvo para mí, y nadie nunca ha conseguido averiguar “quién mató al mayordomo”.
El día de la cita llegó. Antes de conocer a mi apuesto príncipe con muletas, mi mejor amiga se acercó a verme para recoger las llaves de mi casa. Ella tenía también sus propios planes románticos y, como buena samaritana que soy, le dejaba mi casa como picadero. Al poco tiempo de despedirme de mi amiga, apareció él. Era alto, más guapo, si cabe, que en las fotos y tenía una sonrisa que te hacía perder la ropa interior en un instante. Tal como había avisado, venía con dos muletas. Nos dimos dos besos y comenzamos nuestra cita por el parque. Hablamos, reímos, nos lanzamos miradas de deseo… Decidimos continuar la cita cenando en una terraza cerca de su casa. Hablamos y reímos más y más. Le di un accidental golpe en la pierna y le pedí disculpas. Seguimos hablando. Por si os estáis preguntando si en algún momento saqué el tema de las muletas, la respuesta es no. Me parecía ofensivo y fuera de lugar.
En uno de los momentos que fue al baño, escribí a mi mejor amiga para decirle que la cosa iba muy bien y que era probable que pasara la noche fuera. Me pidió que se lo confirmara porque a las 02:00 ya se habría quedado dormida. Él volvió y continuamos con la charla. Tras tontear largo y tendido, me invitó a ir a su casa. Yo acepté. No tenía pinta de asesino en serie y, por lo visto, él tampoco pensaba que yo la tuviera.
Llegamos a su casa, entramos en su habitación y empezamos a besarnos como locos. Comenzó a desnudarme: primero la camiseta, después los pantalones… Pero ¿y él? “Oye, creo que también tengo derecho a ver ese cuerpo serrano, ¿no?”, solté “medio en broma, medio en serio”. Se sentó a mi lado y comenzó a desnudarse. Yo me di la vuelta para ponerme cómoda en su casa. Al volverme para ver el striptease, me quedé como el emoticono del WhatsApp con cada mano en una mejilla, los ojos blancos abiertos de par en par y la boca emitiendo un grito sordo.
No se había desnudado, se había quitado las piernas. Desde la cintura hasta los pies. Aunque pueda sonar cruel, y espero que entendáis que no es muy común vivir historias como esta que te dejan en una especie de estado de shock, no supe qué decir, qué hacer. En mi cabeza solo podía pensar de qué manera podía salir de esta sin resultar la mayor cruel hija de puta que hubiera pasado por la vida de ese chico. “Mierda, son más de las dos, mi amiga ya estará dormida”. “Me ha sentado mal la comida”. “Quiero algo serio”. “Lo he dejado hace poco con mi novio y no estoy preparada para acostarme con alguien nuevo”. “De perdidos al río, quédate, a ver qué pasa”.
Intenté sobreponerme al shock y actuar como si nada hubiera pasado. Seguimos besándonos. En un momento en el que se tumbó a mi lado y nos miramos con ternura, aproveché para soltar la pregunta: “¿Por qué no me has dicho nada?”. Tenía que saberlo. “¿Te habrías quedado si te lo hubiera dicho?”- respondió él. Y con toda la sinceridad  le dije que no, que no me habría quedado.
No porque no tuviera piernas, sino porque era la primera vez que me enfrentaba a una situación así y no sabía cómo actuar o cómo reaccionar. Ahora sí que era mi momento para hacerle un interrogatorio. Le pregunté si era la primera chica a quien “le hacía esto” y si, en caso de respuesta afirmativa, se habían quedado. Me respondió que nadie se había ido. Pero ¿cómo te vas a ir con ese cargo de conciencia? Tú que siempre dices que el físico no es lo más importante y que te atrae más un chico inteligente que un chico alto, guapo y delgado.
Para acelerar un poco la historia y evitar contar detalles demasiado íntimos, diré que tras soltar un par de chascarrillos (“Seguro que soy el primer tío con el que te acuestas al que le llega el rabo al suelo”), tuvimos una conversación bastante profunda sobre su estilo de vida, marcado desde su nacimiento (para los que os preguntáis el porqué). Y sí, nos acostamos.
Contenta porque me había hecho reír, porque habíamos hablado de mil cosas y porque era un chico estupendo. Y orgullosa porque no huí de una situación que podría resultarme incómoda por falta de conocimiento y experiencia. La afronté y, ante todo, fui sincera. No me quedé por pena, sino porque al final esa cita de conversaciones, muletas y sorpresas había resultado ser muy divertida y educativa. ¿Quién me iba a decir a mí que podría sacar ambas cosas de Tinder?

Anónimo

 

Actualización: después de publicar este texto por primera vez nos escribieron varias chicas que habían experimentado situaciones muy similares aparentemente con el mismo chico. Y se abrió un debate interesante… ¿No avisar a las chicas hasta que ya están ambos desnudos en su casa es lícito? ¿Las chicas que se quedan lo hacen porque realmente quieren u obligadas y por miedo a quedar como malas personas?