Tinder tiene la magia de que cualquier persona puede entrar en esa aplicación. Yo estaba dentro.  Dentrísimo.

Soy una persona que se describe como muy desconfiada, aunque sigo cayendo en el error de creer  que la gente me dice la verdad y no pillo las indirectas. ¿Por qué alguien me iba a dar gato por liebre? Vamos, que soy una contradicción con patas. Parece que nací ayer.

Os pongo en contexto. Era verano. Mi autoestima en esa etapa estaba por las nubes. Llevaba unos  meses yendo al gimnasio y me había adelgazado unos kilillos. La gente no para de decirme lo guapa  y bien que me sentaba el haber perdido peso, el halago era constante. Me podía comprar los  pantalones que me gustaran y no los que hubiera de sobras con mi talla (entrar a tiendas ya no  suponía un suplicio).

Estaba en una nube totalmente falsa y superficial (qué cabrona soy conmigo  misma, pensar que la felicidad viene de pesar más o menos es una mierda. Pero esto ya lo  abordaremos otro día). Verme en el espejo y sentirme a gusto con lo que veía era algo que no había  sentido nunca en mi vida. Sentía una euforia constante. Además, al ser veranito, tenía las mejillas  constantemente rojas. Vamos, que me sentía la puta ama y, por ende, que podía conseguir lo que  me propusiera. 

Abrí Tinder, mi aplicación de confianza en esa época, y me puse a fichar a la nueva presa.  Literalmente me sentía así. Utilizo a conciencia estas palabras porque no ponía otros sentimientos  más que consumir cuerpos. Sumar personas con las que haber tenido sexo. Sin importarme si  disfrutaba yo y la otra persona. Sólo quería ocupar mi tiempo y sentirme bien con la aceptación del  otro. Lamentable, lo sé. Pero prefiero seros sincera.

Chico alto. Cejas pobladas y nariz peculiar. Calvo. Con cara de empotrador. Laikaso. Match.  ¿Sorprendidas? Yo en ese momento no. ¿Cómo no iba a tener match? La conversación fluyó rápido por el chat. Hablar de hobbies en común suele ser bastante fácil. Y yo soy bastante motivada con lo  que me gusta. No quería perder el tiempo y él tampoco.

Proponemos vernos en pocos días y decidí  usar la técnica que había adquirido con las citas de Tinder: hacer un plan que yo ya tenía pensado  hacer por mí misma y así, si la date no iba bien, siempre podía aprovechar y hacer el recado que  tenía pendiente. En este caso quedamos en una librería.

Me puse un vestido negro de florecitas rojas. Apretado. Y unas bambas de plataforma. Mi outfit de  confianza. Cuando le vi me sorprendió porque me pareció más atractivo que en las fotos. Además,  olía muy bien. Buen punto. Estaba tan segura de mí misma que noté sus nervios, yo tenía la sartén  por el mango.

Entramos en la librería. Comentando los que nos encontrábamos y ya habíamos leído podía conocer  un poco su manera de pensar y sus gustos. Después de una media hora, me propuso ir a tomar algo  a un japonés. Acepté. Me subí en la moto como pude, sin enseñar mucho chichi, me sentía bastante  película adolescente.

Después de tres birras ya empecé a hacer comentarios subidos de tono, como quien no quiere la  cosa. Recuerdo la cara del chaval flipando en colores. Segunda hora de la cita y ya le estaba pidiendo  que me atara en la cama. Literalmente le enseñé el último vídeo porno que había utilizado para  masturbarme para que entendiese cuáles eran mis gustos sexuales.

Cuando cerró el japonés me invitó a ir al único bar que estaba abierto a las 23h de la noche de un  día entre semana (yo curraba de tardes). Os recuerdo que iba sin cenar y ya llevaba tres cervezas.  Pues me pedí un cubata. Se viene la fantasía.

En el bar, recuerdo que le comenté que era fan de las películas de miedo y que no había visto  Anabelle y acto seguido me invitó a su casa a verla. Yo, tonta de mí, entre cachonda y emocionada,  pensé que iba a tener una noche de cine. Pero no sabía la que se me venía. 

Al llegar a su casa me dio ropa para cambiarme y ponerme cómoda mientras él buscaba en qué  plataforma estaba la película. La encontró. Nos ponemos a verla. De verdad, chicas, yo estaba  intentando no dormirme porque iba bastante borracha, pero entendí que íbamos a ver la película.

No sé cuánto rato llevábamos de peli (para mí fue una eternidad, aunque igual eran diez minutos)  pero me miró y me dijo “¿cuándo vamos a enrollarnos?”. Yo me quedé un poco loker porque no  percibía un contexto erótico. Esa muñeca no era precisamente lo que se llama sexy. Así que le invité  a apagar el ordenador.

De verdad, si os digo que fue el mejor polvo de mi vida, no os miento. Aunque no parezca la mejor  manera de empezar un encuentro sexual, me lo pasé de puta madre. Estaba tan desinhibida que le  pedí todo lo que quería sin tapujos. Y, entre lo caliente que estaba, lo bien que me sentía conmigo  misma, lo mucho que el chaval me atraía y el alcohol, solté un chorro increíble por la vagina. No  sabía si era corrida porque nunca había hecho un squirt. El chaval lo normalizó, seguimos a lo  nuestro y luego cambió las sábanas. Después nos dormirnos.

Al despertar, fui al baño y escribí a mis colegas “creo que mi vagina se ha enamorado”. Spoiler: no.

Siento deciros que con ese chico las cosas no acabaron bien ya que era un completo capullo, pero  me quedo con ese tremendo polvazo que me sirvió para descubrir algo nuevo con del  funcionamiento de cuerpo.

A día de hoy no sé si tuve un squirt o también se juntó con un poco de mis fluidos miccionales, pero  me da igual, lo disfruté lo más grande.

GRIS