Resulta que este año me ha dado por opositar. Me he cansado de echar currículums y que sólo me llamen los de Jazztel para ofrecerme tarifas, así que he desempolvado los libros de la carrera, he comprado manuales que me han costado más que unos zapatos de marca y he vuelto a pisar la biblioteca de la universidad después de siglos.  

¿Veis las pelis americanas de instituto cuando te presentan a los grupitos? Pues en mi biblioteca pasa lo mismo, sólo que versión española. Están los gañanes que gritan como monos cada vez que pasa una tía, las que van con tacones que la planta uno parece un tablao flamenco, los que no saben silenciar el móvil porque les faltó oxígeno al nacer… Es una fauna muy variopinta, pero oye, te lo pasas bien.  

Concretamente hay dos cosas que me entretienen durante las largas tardes de estudio: poner maldiciones gitanas a las personas que no silencian el ordenador (sonido de Windows = tortura) y buscar a tíos buenos mayores de 30 en una biblioteca universitaria.  

Al final desistí. Me descargué Tinder para que me diese el trabajo hecho, y allí estaba él… Rubio, guapo, jurista, opositor y a menos de un kilómetro de distancia. 

“Yasss, este pa’ mí”, pensé. 

Hicimos match y empezó el mambo. 

Él – Buenas, ¿qué tal? 

Yo – Pues aquí, estudiando en la biblioteca aburrida. ¿Y tú? 

Él – Jaja, yo también. ¿En qué biblioteca estás? 

Y así surgió la magia. Mi estrategia surtió efecto porque me dijo de tomarnos un descansito e ir a tomar una tapa y una caña al bar de al lado. Como yo tampoco estaba muy concentrada, me pareció una idea cojonudísima. No me iré por las ramas: hablamos, nos gustamos y nos enrollamos en el bar. 

Yo – Oye, quieres que vayamos a mi casa a cenar. 

Él – Claro.  

Así soy yo, me gusta invitar a desconocidos a mi casa porque nunca sabes cuando vas a protagonizar un documental de crímenes en Netflix. También os digo una cosa… Es jodido encontrar un buen sitio en la biblioteca en época de exámenes, pero más jodido es echar un polvo, así que cogimos nuestras cosas y nos fuimos a mi casa a repasar (guiño guiño).  

Total, que llegamos a mi casa y nos empezamos a dar el lote en mi sofá de IKEA. Todo bien, todo perfecto, todo maravilloso, cuando de repente empiezo a notar que se agobia. 

Yo – Tío… ¿Estás bien? 

Él – Sí, sí. 

Y seguimos enrollándonos a tope. La cosa es que volví a notar que ponía cara mustia, y de la cara mustia paso a hiperventilar.  

Yo – ¿Qué te pasa? ¿Traigo agua? ¿Hago algo? 

A mí me entraron los siete males porque parecía que el muchacho estaba pariendo y no sabía que le pasaba. Igual le estaba dando un ataque de asma o igual se había acordado de su ex, qué se yo, cómo no me explicaba nada.  

En esa vorágine de dramatismo, fui corriendo a por una botella de agua de la nevera. TODO ESTO DESNUDA. Volví, le dí el agua y empecé pedirle que respirase como si yo fuese la matrona del paritorio. 

Veo que se calma un poquino y me suelta: 

Él – Joder… Es que me acabo de dar cuenta de que no me acuerdo de la reforma del código penal de 2015.  

VAMOS A ANALIZARLO. Tenía su rabo dentro de mí cuando se empezó a rayar. ¿Tan mal follo que un tío se acordó del puto código penal mientras estábamos dándole al tema? ¿Mi coño expulsa somníferos? ¿Tengo cara de jueza?  

Intenté ser comprensiva, le dije que no pasaba nada, que luego repasaba la reforma, pero el chaval me dijo que no, que se quería ir a estudiar porque no podía permitirse perder el tiempo. 

Teoría 1 – El chaval realmente estaba agobiado por los estudios. 

Teoría 2 – Se inventó la excusa del código penal porque yo no le molé.  

Se admiten apuestas, ¿vosotras qué pensáis? 

 

Anónimo

 

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