Tinder Sorpresa: Le llamé Don Frenillos por lo que tenía en los calzoncillos

 

Pongamos que se llamaba Juan.

Juan entró por la puerta grande de mi ego dándome un Super Like que me llegó al alma. Le di un like en respuesta, hicimos match y empezamos a hablar.

Nos tomamos nuestro tiempo, que una tiene ya una dilatada experiencia y le cuesta confiar. Por otro lado, él tampoco parecía tener ninguna prisa.

Tanto es así que llegó un momento en el que fui yo la que propuso quedar. Solo para saber si aceptaba o me daba largas.

Me había entrado la paranoia y había empezado a pensar que tal vez llevaba todo ese tiempo hablando con alguien que utilizaba la aplicación para pasar el rato y descojonarse de las pobres incautas que llegábamos a su perfil atraídas por el Super Like de marras.

Por suerte para mi frágil ego, el Juan que me encontré en la parada de metro en la que habíamos quedado resultó ser el mismo Juan de las fotos.

Fuimos a tomar unas cañas y después a cenar a un restaurante mexicano con el que el pobre Juan sumó puntos, ya que, aunque no dijo nada, me dio la sensación de que el picante no le iba.

Independientemente de que disfrutase de la comida o no, el rato de la cena fue bien. De hecho, aprovechando que debía de haber cola en el baño cuando se ausentó, saqué el móvil para poner al día de cómo iba resultando la cita a mi compañera de piso. Medio le dejé caer también que, si esa noche se quería quedar en casa de su novio, pues mejor que mejor.

Y como mi compi es la caña no tuve ni que reconfirmar que lo iba a hacer. Cuando llegué a casa con Juan, no me hizo falta mirar hacia la puerta abierta de su cuarto para saber que estábamos solos.

 

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Así que me llevé a Juan al salón con la intención de seducirlo sutilmente antes de arrastrarlo a mi cama y dar rienda suelta a la pasión.

Pero a Juan le pasaba algo. Como que no se decidía a arrancar. Mucho beso y mucho magreo, pero la cosa no iba a más.

A mí me estaba empezando a atacar la inseguridad, por lo que, en lugar de fustigarme por lo que podría ser, opté por preguntarle si había algún problema.

Juan no entendió mi pregunta, no obstante, una vez le hube aclarado la duda que me carcomía, me dijo que no se trataba de eso. Que no quería hacer nada que yo no quisiera y esas cosas.

Total, que cuando le quité la camisa, no opuso resistencia.

Nos fuimos a mi dormitorio a medio desnudar, yo en ropa interior y él con los pantalones todavía puestos. Continuamos a ello, me quitó el sujetador y yo hice lo propio con su cinturón. Iba a tirar de sus pantalones cuando noté que él se tensaba. Me dije: ‘uy, aquí pasa algo’.

Justo entonces Juan me dijo que tenía que ir al baño.

No tardó mucho, pero se me hizo una eternidad porque una no se encuentra en bolas, excitada y abandonada mientras está despatarrada sobre el edredón revuelto todos los días. No sé, me sentía incómoda. De hecho, estaba a punto de meterme debajo de las sábanas o de vestirme e ir a por el móvil para hacer el rato cuando salió.

Y se me olvidó todo cuando lo vi venir hacia mí gloriosamente desnudo y empalmado.

No fue el mejor polvo de mi vida, pero la verdad es que no estuvo nada mal.

Juan no fue de esos que se levanta y se pira enseguida, bien al contrario, con el orgasmo como que se le desató la lengua.

Después de un ratito de charla, le pedí que me disculpara, pero es que yo después de chuscar tengo que ir a mear.

Entré en el baño, hice lo que tenía que hacer y, al salir, en un acto casi de memoria muscular, recogí su ropa del bidet y se la acerqué a la cama.

 

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Juan me esperaba con gesto relajado, sin embargo, cuando se fijó en lo que llevaba en las manos, se levantó corriendo, me dijo algo así como ‘trae, trae’ y me la quitó de un tirón.

Con la mala suerte de que el peso del cinturón se llevó la cinturilla del pantalón hacia el suelo… dejando caer la ropa interior que había colocado por dentro…

Ojalá no lo hubiera hecho, pero no pude evitar mirar hacia abajo y ver aquellas llamativas líneas de color marrón.

Vamos, que el calzoncillo tenía un palomino.

Una zurraspa.

Un frenazo.

Un derrape.

Quise hacer como que no lo había visto, pero estaba claro que sí. Juan era consciente de ello y el pobre chaval, aun muerto de la vergüenza, se sintió en la necesidad de aclarar que la comida le había sentado mal, que había tenido que ir a cagar en el restaurante y que apenas se había podido limpiar porque casi no quedaba papel.

De ahí sus reticencias a acostarse conmigo, tenía miedo de que, tal como había ocurrido, se hubiera manchado y yo lo acabase viendo. Por eso había ido al baño, a comprobar el alcance de los daños y a limpiarse en condiciones.

Pese a la falta de confianza y al mal trago que estaba pasando, al final los dos nos echamos unas buenas risas.

Que aquí todos cagamos y eso le puede pasar a cualquiera.  

Juan y yo no éramos el uno para el otro, pero seguimos viéndonos un tiempo porque era un chico genial. Aunque reconozco que durante semanas le llamé Don Frenillos por lo que tenía en los calzoncillos.

 

Anónimo

 

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