Mira que les decía a mis amigos que no, eh, que no me iba a abrir cuenta en Tinder.

Que a mí no me iba ese rollo, que lo de conocer a chicos por ahí, no.

A mí me gusta relacionarme a la vieja usanza, en persona, cara a cara.

Pero llevo una temporada fatal en el curro y estoy más horas trabajando en un día que en mi sofá en todo el mes. Lo de conocer chicos, por más ganas que tenga, se pone complicado.

Así que, como me pasaba el día encerrada en casa teletrabajando en pijama y, al mismo tiempo, me moría por arreglarme, salir y darle uso a las partes más lúdicas de mi cuerpo… pues caí.

Di de alta mi perfil, tanteé un poco al personal, hablé con este y con el otro… Y como con uno la cosa parecía fluir mejor, nos dimos los teléfonos.

El chico iba un poco a saco, pero, francamente, yo no estaba buscando al amor de mi vida en aquel momento. Ya me entendéis.

Además, iba a cañón, pero en plan cortés y disimulado, rollo ‘te voy a organizar una cita tan especial, lujosa y romántica que tú misma vas a entregarme tus bragas envueltas para regalo y con un lacito rojo’. Cito textualmente. En cualquier caso, para mí era mejor eso que una fotopene.

Lo dicho, yo estaba lejos de buscar algo serio. Lo que quería era salir, airearme, pasarlo bien y levantarme al día siguiente como si hubiese hecho seiscientos kilómetros a caballo. La propuesta del chaval me iba perfecta.

Quedamos un sábado en un restaurante que estaba de moda y al que tenía ganas de ir, la verdad, aunque aún no lo había hecho por falta de tiempo y porque era un pelín caro. Hizo la mítica de pedir él por los dos alegando que era cliente habitual y yo le dejé porque lo que pedía me gustaba. Un poco también porque el que me había entrado por el ojo era él y porque estaba deseando que se me comiera a mí. Lo de la cena y eso era un mero trámite.

Pero bueno, cenamos, bebimos vino bueno, compartimos varios platos, pedimos postres (rectifico, pidió) y luego tomamos un digestivo. Bueno, dos, que al chico le iban los cócteles raros y pidió un par cuyo precio era similar al de un plato principal. En fin, un día es un día, me dije.

Mi cita pidió la cuenta, nos la trajeron dentro de su carpetita finolis junto con el TPV y acercó la tarjeta al terminal para pagar.

Yo le había dicho que pagábamos a medias, pero él había insistido en que ir allí había sido idea suya y que la próxima vez iríamos a donde yo quisiera y podría pagar yo.

Pues vale.

Piiiiiiiiiiiiii. Denegada.

‘Probaré introduciéndola, mejor. A veces con el contactless da error’. Dijo.

Piiiiiiiiiiiii. Denegada.

‘Oh, qué raro’. Miró la tarjeta como comprobando si estaba dañada o algo. ‘No me lo puedo creer. Caducó el mes pasado y no me han enviado la nueva’.

 

El camarero nos miró con cara de circunstancias mientras mi acompañante murmuraba que no había traído otra y que no llevaba efectivo suficiente.

Pobre, le pasa a cualquiera. Qué apuro.

Le dije que no se preocupase, saqué mi cartera del bolso y me dispuse a pagar la cuenta.

Yo no estaba acostumbrada a beber y menos a mezclar, por lo que cuando miré el papelito para saber cuánto me iban a cargar en la Visa, pensé que mucho lujo y mucha cocina fusión, pero el ticket estaba borroso. Muy mal.

Una vez fuera del restaurante me pidió disculpas muy avergonzado y me dijo que menudo palo y tal, que después me hacía un bizum por el total y que tenía reserva en un hotelazo cercano, pero que entendía que si eso lo dejásemos para otro día, que le daba mucha rabia pero más le daba no poder pagarlo…

Me lo dijo entre un beso y otro y remató con un magreo que me dejó temblando.

La cosa prometía y yo, a esas alturas de la noche, iba un poco pedo y mucho más cachonda. A la mierda con todo, como decía el audio viral aquel, ‘ta to’ pagao, gallu’. Aunque bueno, el bizum por la mitad de los gastos sí que se lo iba a aceptar, que al final era una pasta gansa.

Allá que nos fuimos al hotel, muy fashion y mono, y caro de narices.

Subimos a la habitación, empezamos a enrollarnos sin mediar palabra y cuando estábamos a punto de caramelo me dice: ‘mierda, espera un momento, te hago el bizum ya, que luego me voy a olvidar’.

Joder, qué tío responsable y caballero, ¿verdad?

Vamos, que me tiré encima de él y seguimos a lo que importaba. El bizum podía esperar.

Nos despedimos por la mañana temprano y quedamos en hablar para concretar la próxima cita.

En todo mi subidón postpolvo, sin que él hiciera ninguna mención al respecto, le dije que se olvidara del bizum, que la siguiente pagaba él y listo.

Me dio dos besos y se marchó en su dirección mientras yo me iba en la mía.

Como soy muy moderna y no busco el amor, tardé días en descubrir que me había bloqueado.

¡El muy cabrón! Que yo estaba más que preparada para un one hit wonder o para un ghosting o lo que pueda suceder cuando tiras de Tinder para chuscar.

Pero que me chulearan la pasta de esa manera, eso no me lo había planteado.

Podría haber recurrido a un profesional, que me hubiera salido incluso más barato, joder.

Si es que aún no me puedo creer qué bien se lo montó. Imposible que fuera la primera boba que caía en su truquito de la tarjeta caducada y el bizum en medio de un polvo.

Ya sé que esto me podía haber ocurrido con alguien a quien conociera en el supermercado o en la biblioteca, pero me he dado de baja en Tinder y he eliminado la aplicación.

Menos mal que el sexo valió la pena porque… ¡una y no más! Antes se me seca el higo que volver a arriesgarme a otro chasco similar.

 

Anónimo

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Imagen destacada del film ‘Catch me if you can’, Dreamworks.