No me considero una experta en Tinder. Soy un poco lo que los abuelos a la tecnología. ¿Veis cuando vuestra yaya os pide que le metáis la contraseña del WiFi en el móvil o que le instaléis la última actualización del Facebook? Pues así soy yo con Tinder. Mis amigas son las supervisoras de mi vida romántico-sexual y ni tan mal hasta que conocí a Julián.

Estábamos de cachondeo en la casa de una de mis amigas bebiendo botellas de Yllera –Vale, no era Yllera… Era la imitación del Mercadona– y poniéndonos como Las Grecas cuando surgió la ideaza:

“Venga, vamos a ver qué hay en Tinder.”

¿Sabéis lo que pasa cuando eres la única soltera del grupo? Que te conviertes en un mono de feria. Automáticamente eres la vía que conecta su mundo de monogamia con el exterior, y les gusta ver el pescado que hay en el mercado, aunque ya tengan su filete de merluza, dorada o lubina en casa. Con mi consentimiento (obviamente) empezaron a ver qué se cocía por las cocinas de Tinder y a dar like a los chicos que les parecían monillos. De repente surgió un “match”.

“Tía, tía, mira este chico. Le ha dado like también y parece supermono.”

Efectivamente era un tío guapísimo con unas fotos que tenían otro rollazo a las del resto de “candidatos”. Algunas en blanco y negro y otras con efecto envejecido este que se lleva tanto (tenemos móviles de 500 euros para hacer fotos y editarlas cómo si estuviesen hechas con cámaras de hace 50 años, es una realidad). Total, que empezamos a hablar.

Nos pasamos wasapeándonos semanas sin exagerar hasta que ya me cansé y le dije de quedar. Al principio me empezó a poner excusas y yo me cansé.

“Mira, yo lo siento, pero no quiero una relación vía WhatsApp. O quedamos o a otra cosa.”

No me gusta ser borde, pero después de tantos desengaños y tíos que sólo buscan a alguien que les ensalce el ego mientras por la noche se van a la cama con su novia (novia de la que no te han hablado), no quería arriesgarme. Él aceptó y quedamos ese fin de semana en un parquecito para dar un paseo, tomar algo y lo que surgiese.

Me arreglé divina de la muerte con labios rojos y unos pitillos efecto cuero y para allá que fui, y cuando llegué al parque no veía a mi amado por ningún lado. Me senté en un banco y esperé durante 15 minutos, y cuando estaba a punto de irme se me acercó un señor:

“Hola.”

“Hola.”

“Soy Julián.”

Julián era un señor de 50 años. CIN-CUEN-TA. Había usado sus fotitos de joven en la aplicación, amigas, y yo como una pringada había caído en la trampa. Flipé en colores y le di un discursito sobre engañar en internet que se acojonó el hombre, pero estaba muy enfadada. Después me fui a casa y abrí el vino de emergencias, el de verdad, el bueno, el Yllera. Lo que pasó a continuación no lo recuerdo. Posiblemente me dormí viendo un capítulo de Anatomía de Grey. Eso sí, amanecí sin saber si lo que había pasado con Julián era producto de mi resaca o real. Por desgracia, totalmente real.

 

Anónimo

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