Una de mis frases fetiche siempre había sido “yo espero a que aparezca Superman y me lleve volando cada noche sobre Metrópolis”, y lo que menos me imaginé es que aparecería, lo haría, llevarme a volar, y luego yo solita me daría la hostia padre al caerme al suelo desde lo más alto.

Y una de las cosas más divertidas de mi época en Tinder era levantarme cada mañana con diez o doce mensajes de “buenos días princesa” procedentes de tíos distintos, por lo que mi mejor amiga decidió ponerles nombre de superhéroe a cada uno, porque no nos aclarábamos. Por ejemplo, Geyperman fue un militar de alto rango pero más soso que un caracol, Hulk fue el malencarado que me dijo que mi foto de WhatsApp no le hacía tilín, Spiderman uno que tenía una empresa de pintar fachadas, Ironman un marino vasco, por aquello del hierro de Bilbao, y Superman un profesor universitario que escondía unos ojos preciosos y una personalidad bastante interesante y sexy detrás de unas gafas de pasta y la apariencia de un tipo callado, dulce y observador.

La primera vez que me llamó por teléfono nos tiramos dos horas hablando y quedamos para cenar al día siguiente, cena que se convirtió en copa previa, cena y copa después, y se nos pasaron unos veinte días hablando y riendo, por WhatsApp, por teléfono, por mail, y yo, como la vecina rubia, haciéndome ya las ilusiones más preciosas del mundo. Porque el tipo de verdad que merecía la pena y la alegría. Divorciado, en buenos términos con la ex, con una niña de unos doce años, cátedra imponente y publicaciones para parar un tren, viajado, bilingüe, alto y monísimo. Y yo, apijotada perdida, pensando que Tinder tampoco era tan mierda si me había tropezado ahí a alguien así.

Superman me mandó fotos de su infancia, su familia, su adolescencia, sus ponencias, nunca se marcó una fotopolla ni un vídeo “dándose cariño a mi salud”. Lo más picante que me envió fue un tema de Norah Jones que me dejaba claro que me quería bajar las bragas pronto, pero cuando nos encontrábamos o despedíamos me daba dos besos y lo más que se arrimaba era para acercarme la silla al sentarme o ayudarme a ponerme el abrigo al irnos.

Una noche me dijo que había hecho una reserva para cenar juntos el sábado pero que tenía ganas de verme antes. Era martes o miércoles, así que quedamos para tomar algo la tarde noche del jueves, yo también tenía ganas de verle, y estuvimos desde las 6 hasta las 10 de nuevo hablando y riendo sin parar. Cuando me dejó en la puerta de mi casa, los dos besos fueron muy cerca de mi boca y su despedida fue “nos vemos el sábado noche entonces”.  

A la mañana siguiente eché en falta su “buenos días” bien temprano, y yo permanecí en silencio administrativo hasta que a eso de la 1 de la tarde recibí una parrafada increíble suya en la que me decía que no quería que siguiéramos viéndonos, que no estaba preparado, que tenía muchos frentes abiertos en su vida, y que esperaba que más adelante pudiéramos ser amigos.

Chaíto amigo

Le agradecí su sinceridad, le deseé mucha suerte y le dije que por supuesto, esperaba que con el tiempo pudiéramos volver a encontrarnos y tal vez ser amigos. Sí, muy digna, pero después me eché a llorar como una adolescente. Tardé semanas en reactivar mi perfil en Tinder, y eso sí, me cuidé mucho con el siguiente superhéroe y tardé más tiempo en hacerme media ilusión siquiera. Porque lo cierto es que por mucho que les pongamos en pedestales y parezcan invencibles, todos son hombres de carne y hueso con los mismos miedos e inseguridades que cualquier otro. Más incluso después de cierta edad y algún fracaso. 

Una amiga mía dice que la imagen perfecta de la ruptura es una mujer recogiendo desesperada los restos de cera del muñeco que ella misma ha creado y que se va derritiendo con el paso de los días, porque no es real.  

Pandora