En un trabajo duro, con jornadas interminables, mi mayor punto de apoyo eras tú: mi compañero. El comienzo fue duro cuando llegaste a tu nuevo puesto y me tocó compartir mi espacio de trabajo. A mí, como siempre, me cuesta conocer a nuevas personas y parezco una borde y tú en cambio no parecías tenerme en cuenta mis humos. Terminamos conociéndonos y me sacabas una sonrisa cuando mi mal genio te toleraba las bromas.
Poco a poco fuimos hablando, te convertiste en mi amigo y luego en mi mejor amigo. Yo te contaba mis dramas de hombres mientras que tú me contabas qué tal las vacaciones con tu novia. Fuiste la única persona en la que logré confiar plenamente después de muchos años.
También me ayudaste cuando sin motivo aparente me dejara colgada el hombre con el que estaba empezando a salir después de contarte una y mil veces lo ilusionada que estaba, y todo sin saber al principio que tu estabas peor, que el por entonces amor de tu vida también había decidido seguir su camino sin ti. Creamos una complicidad aún mayor que logramos no romper pese a que cambié de trabajo por entonces.
Y no se cómo, pero una madrugada de tantas, conversamos de la posibilidad de conocernos más, en la completa intimidad, pero solo una vez, como una experiencia más. Tras salir del hotel inmediatamente me arrepentí. Sentí que no solo estábamos hechos para ser grandes amigos, que sexualmente la conexión fue espectacular y que no me confirmaría con tenerte solo una vez. Y la suerte me sonrió porque tú también quisiste más y así pasaron los meses.
Me enganché a ti, luego me enamoré y terminé pasando miedo. Miedo de que tu no sintieras lo mismo y de que no lograse mantener la amistad que durante tantos años habíamos cultivado. Pero la suerte volvió a estar de mi lado y que tú también me vieras como una compañera de vida.
Aún no me creo que el tipo raro que una vez llegó a mi empresa y con el que apenas me llevaba bien ahora se despierte junto a mi cada mañana. Gracias por ser mi gran amor