Si tiras un puño de purpurina al aire, cuando intentes limpiar el desastre, nunca lograrás recogerlo del todo. Incluso mucho después del evento, aún encontrarás restos de purpurina en los rincones. Siempre estará allí, en algún lugar.
Creo que lo mismo pasa con el duelo. Ese dolor de perder a alguien. Alguien que se fue antes de tiempo. Sinceramente pienso que nunca se supera, aunque sí cambia, se transforma. Porque aun cuando el tiempo cura muchas cosas, hay heridas que no se borran nunca y se quedan con nosotros para siempre.
Aprendemos a vivir con el dolor. Poco a poco, comienza a formar parte de nuestra vida, como la felicidad, la tristeza, las preocupaciones, la rutina. Un día estarás tan feliz que no lo sentirás; estarás tan inmerso en tu vida que no tendrás tiempo ni de pensar en ellos.
Y luego mirarás una foto, o se te vendrá a la mente algún recuerdo, o tal vez tu hijo mire al cielo y grite “hola abuelo Max”, y es en ese momento cuando te darás cuenta de que el dolor sigue intacto, que sigue en algún rincón de tu alma.
Pero algún día comprenderás que el amor también sigue intacto, aunque ya no estén, aunque ya no haya nuevos recuerdos. Y que mientras ese amor sobreviva, ellos siempre estarán aquí, de alguna manera.
Y en ese instante entenderás que ese dolor con el que aprendiste a vivir ya no es tan oscuro, tiene más colores, es más llevadero. Es como si se convirtiese en un arcoíris, el premio por haber aguantado una tormenta. Aprenderás a reír a través del dolor y a recordarlos con una sonrisa. Y por fin, aceptarás que en ti habrá para siempre restos de purpurina.
Y está bien.