Los martes tienen mala fama.
Son como los lunes, pero con menos excusas. No tienes la resaca emocional del fin de semana para justificar tu humor de perros, pero tampoco la esperanza de estar más cerca del viernes.
Y en el bar, los martes es un caos.
Juan siempre dice que es porque la gente está en su peor versión: los oficinistas tienen reuniones, las señoras mayores están aburridas, y los turistas aún no han encontrado otro lugar donde desayunar.
Yo suelo afrontar los martes con resignación, un café fuerte y una dosis extra de paciencia. Hoy, sin embargo, empezó mal desde el principio.
Primero, Don Gato decidió que su bufido matutino no era suficiente para expresar su descontento y me arañó el pie al intentar darle de comer. Después, al salir de casa, me cayó encima la primera lluvia del día, porque no llevé paraguas. Y, como remate, cuando llegué al metro, el vagón estaba tan lleno que acabé aplastada contra una de barras, sintiendo como esta se clavaba en mi costado pero sin soltarla. No fuera que por moverme, la ola de gente que se encontraba allí dentro se convirtiera en un gran dominó humano.
Cuando por fin llegué al bar, ya iba tarde. Juan me recibió con su habitual cara de pocos amigos.
—¡Gómez! Ya van dos días seguidos. A ver si mañana decides que el turno empieza a la hora que te dé la gana.
—Buenos días, Juan. Es un placer verte también, y no veas como me alegra ver esa preciosa sonrisa —respondí mientras me quitaba la chaqueta empapada y me ataba el delantal.
El bar estaba a medio llenar. Ana ya estaba en su puesto, perfecta como siempre, atendiendo a un grupo de turistas italianos que hablaban a un volumen absurdo. Parecía sacada de un anuncio de perfume, mientras yo me sentía como una toalla mojada.
Pero, diciéndome a mí misma que el día debía avanzar cogí una bandeja.
A las ocho y media, el bar ya estaba en pleno apogeo. Las mesas estaban llenas de oficinistas, parejas con carritos de bebé y clientes habituales, como Lola, que entró como siempre: hablando alto y saludando a todo el mundo como si fuera la reina del barrio.
—¡Corina, hija! Estás empapada. ¿No tenías paraguas? —preguntó con ese tono entre condescendiente y simpático.
—Pues no, Lola. Ya sabes, hay que vivir con emoción.
Ella rió, como si mi comentario fuera lo más ingenioso que había oído en semanas, y se sentó en su mesa de siempre. Su pedido no tardó en llegar: café con leche desnatada y una tostada integral. No importa cuánto le guste, siempre encuentra algo que criticar.
Mientras preparaba su desayuno, escuché el ruido familiar de la puerta y, sin siquiera mirar, supe que era Lucas. Tiene una manera de entrar al bar que siempre llama la atención, aunque no lo pretenda. Hoy llevaba un abrigo oscuro que parecía caro, y tenía el pelo mojado por la lluvia. Se quitó el abrigo y lo dejó cuidadosamente en el respaldo de la silla antes de sentarse en su mesa de siempre, la del centro.
Me acerqué con la libreta, aunque ya sabía qué iba a pedir.
—Buenos días, Lucas. ¿Lo de siempre?
—Hoy no. Café con leche y una tostada con tomate —respondió, mirándome por un segundo antes de volver a su móvil.
Eso me sorprendió. Lucas es el tipo de persona que nunca cambia su rutina. Café solo y croissant a la plancha. Siempre. Pero hoy parecía diferente. Había algo en su expresión, en la manera en que se sentaba, que me hizo pensar que no había tenido una buena mañana.
Le llevé su pedido y me dio las gracias con esa amabilidad distante que lo caracteriza. Lo observé unos segundos más de lo necesario, preguntándome qué podría haberle hecho cambiar su orden habitual, pero no dije nada. Me retiré para seguir atendiendo el resto del bar, que a esas alturas parecía un torbellino de órdenes y conversaciones.
A media mañana, la tormenta de fuera se intensificó, y los clientes empezaron a quejarse. “¿Tanto cuesta predecir el tiempo bien?”, decía uno. “Esto parece Londres, no Madrid”, se lamentaba otro. Mientras tanto, Ana se movía con su elegancia habitual, sirviendo cafés como si no tuviera un pelo fuera de lugar. Yo, en cambio, resbalé cerca de la barra al pisar un charco que había dejado un paraguas mal colocado.
—¡Corina, ten cuidado! —gritó Juan desde la barra, aunque no hizo nada para ayudarme, no se fuera a herniar.
—Gracias, Juan. Muy útil, como siempre —respondí mientras me ponía de pie.
Entre tanto ajetreo, no me di cuenta de que Lucas me estaba mirando desde su mesa. Cuando pasé a recoger su plato vacío, me dijo algo que no esperaba.
—¿Estás bien?
Me detuve un segundo, sorprendida. No era el tipo de cosa que un cliente suele preguntar. No en aquel local, y menos a primera hora de la mañana.
—Sí, todo bien. No sería martes sin un tropiezo —respondí con una sonrisa.
Él asintió, como si entendiera perfectamente lo que quería decir, y dejó unas monedas de propina en la mesa antes de irse. Lo vi ponerse el abrigo y salir bajo la lluvia, caminando con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
El resto del turno fue más de lo mismo: carreras, bandejas llenas, Juan gruñendo, y Lola hablando de su nueva rutina de ejercicios. Cuando por fin llegó la hora de salir, estaba tan cansada que apenas podía pensar en otra cosa que no fuera llegar a casa, quitarme los zapatos y meterme bajo la manta.
Cuando llegué a casa, Don Gato ya estaba en la puerta, mirándome como si evaluara si merecía entrar o no. Es increíble cómo un gato puede hacerte sentir como una intrusa en tu propia casa. Me agaché para acariciarle, pero, fiel a su estilo, me bufó antes de girarse con desprecio y desaparecer hacia la cocina. Al menos alguien estaba a gusto con su vida.
Dejé las llaves en la mesita de la entrada y me quité los zapatos, que todavía estaban húmedos de la lluvia. El piso olía a café, pero no del bueno, sino del que compré hace meses y que no he tirado por pura pereza. Me sentí agotada, pero antes de desplomarme en el sofá, desconecté los cascos, permitiendo que la música que llevaba escuchando desde que estaba en el metro inundara la habitación. No soporto el silencio; necesito ruido.
Mientras calentaba agua para un té, miré por la ventana. La tormenta seguía. Los charcos en la calle reflejaban las luces de los coches, y la gente caminaba rápido, escondiéndose bajo paraguas que parecían a punto de volar. Había algo casi cinematográfico en la escena, aunque en mi caso, yo era más de comedias románticas que de dramas lluviosos.
—Hoy ha sido un día raro, ¿no crees? —le dije a Don Gato, que estaba sentado junto a la ventana, ignorándome como siempre.
El agua empezó a hervir, y mientras preparaba mi té, decidí hacer algo que rara vez hacía: abrir la caja de cartas que tenía guardada en el armario. No eran cartas importantes, solo cosas que me había enviado mi madre desde que me mudé a Madrid. Tarjetas de cumpleaños y alguna foto de mi infancia. Era su manera de estar presente, aunque la mayoría del tiempo no sabía qué hacer con todo aquello.
Saqué una de las cartas al azar y me senté en el sofá con el té en la mano. Era una postal de hace un año, con una imagen de una playa que no reconocía. Mi madre había escrito: “Espero que estés comiendo bien y que te cuides. Recuerda que la vida es más bonita con amigos. Te quiero.”
Me reí para mí misma. ¿Amigos? En este momento, mi único compañero era Don Gato, y su idea de interacción social era bufar cada vez que me acercaba demasiado. Pensé en Lucas, en su pregunta de hoy: «¿Estás bien?»
No era gran cosa, pero viniendo de alguien que siempre parecía distante, tenía cierto peso. ¿Era posible que detrás de esa corbata y ese aire de tipo ocupado hubiera alguien más… humano?
Decidí que necesitaba algo más que una noche de té y recuerdos, así que abrí una botella de vino tinto que tenía guardada para “ocasiones especiales”. Me serví una copa y me dejé caer en el sofá, mirando a Don Gato, que seguía en su trono junto a la ventana.
—Brindemos, majestad. Por un martes de mierda que, al menos, nos ha dejado vivos.
Levanté la copa hacia él, y aunque no se movió ni un centímetro, decidí que en su lenguaje eso era una especie de aprobación.
El vino me relajó un poco, y mientras escuchaba la lluvia golpear la ventana, empecé a pensar en lo que realmente quería hacer con mi vida. No podía pasarme el resto de mis días sirviendo croissants a tipos trajeados y fingiendo que no me importaba que la gente me tratara como un mueble del bar. Quizá era hora de buscar algo más. Pero, ¿qué? Esa era la gran pregunta.
Mientras divagaba, sonó mi móvil. Era un mensaje de Clara, mi mejor amiga de la infancia. “¿Te vienes a tomar algo el viernes? Hace mucho que no te veo.”
Sonreí. Clara siempre sabía cómo hacerme salir de mi cueva, incluso cuando no tenía ganas. Le respondí con un simple “Cuenta conmigo”, y dejé el móvil en la mesa. Tal vez necesitaba más noches así: amigas, risas y un poco de aire fresco.
Miré por última vez a Don Gato antes de apagar la luz. Mañana sería otro día, pero esta noche, por una vez, me sentí un poco más en paz. Quizá la vida no fuera tan emocionante como en las películas, pero de vez en cuando, tenía sus momentos. Y eso, para mí, ya era suficiente. Por ahora.
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Holis, aquí la «escritora» así, entre comillas porque siempre he creído que ese título conlleva mucho más que juntar unas pocas frases sobre una página en blanco.
Esta es una historia cortita, que no durará demasiado y que también dudo en si debería continuar subiendo hasta su final (que tampoco quiero petar esto).
Es y será (si se continúa) una historia que roza el cliché porque considero que todas las personas necesitamos un poco en nuestra vida.
Pero ese no es el tema. Solo quería decir que es la primera vez que comparto algo escrito por mí. Y agradezco a esta web por existir, porque sin pretenderlo me ha ayudado a hacer algo que jamás pensé hacer.
Compartir algo que adoro, superando las dudas y el «si seguro que es tan malo que hasta me acusarán de tortura visual».
Gracias por ser un espacio seguro.