Cuántas gilipolleces hacemos cuando nos gusta un tío. Gilipolleces como tragarnos su lefa. O como tragarnos su lefa más de una vez. Y más de dos. Y más.

Lo hice con un chico que me gustaba desde la adolescencia y que por fin pude tirarme con casi treinta años.

Esa sensación de conseguir lo que quieres después de tanto perseguirlo es maravillosa, sobre todo cuando se trata de follar.

Estás tan drogada por las hormonas, que no sólo le haces todas las mamadas que sea necesario aunque él se niegue a comerte el coño (red flag), sino que, para seguir hasta el final y no cortarle el placer, te quedas ahí mete saca mete saca hasta la mismísima corrida. Y, en lugar de escupir, pues oye, ¿por qué no?, te tragas la lefa.

tragar lefa

Y piensas que es la mayor prueba de amor que has hecho nunca. Y que él lo va a valorar. Y que te va a decir que te quiere y te va a pedir matrimonio antes incluso de que te haya dado tiempo a lavarte los dientes. Pero nada de eso pasa, porque te has vuelto a hacer castillos en el aire por enésima vez.

Este chico estaba buenísimo. Era alto, de pelo largo, labios carnosos, culo respingón, voz grave. Pero tenía la polla pequeña. No pequeñísima, pero pequeña. Al menos, para las expectativas que yo me había montado.

Pero no pasaba nada, porque yo estaba tan encantada de tirármelo todos los fines de semana (aunque entre semana pasara de mí como de la mierda) que me inventaba todo tipo de juegos sexuales para llamar al placer. Ahora que lo pienso, creo que fue el primer y único amante que he tenido en mi vida. Triste, pero cierto.

Le extendí mermelada de fresa por todo el cuerpo para lamérsela poco a poco. Dejé que me apretara el cuello mientras me la metía con el culo en pompa y casi me ahogo. Probamos a tener sexo anal (pero mi agujero es diminuto, más fino aún que su pene). Hicimos posturas extrañísimas y fingí, sí, fingí mucho.

La primera noche que me tragué su lefa estaba especialmente frustrada, porque parecía que ninguno de los dos estábamos disfrutando. Hasta que empecé a ejecutar la mejor mamada de mi vida, él gemía, desatado, se retorcía, y en apenas un minuto noté ese líquido templado y viscoso en mi boca. Y me lo tragué.

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No sé deciros a qué sabía, pero no estaba nada bueno. Me dieron un par de arcadas que intenté disimular lo mejor posible mientras acariciaba y besaba al chico. Qué penoso, joder.

La escena se repitió otras veces, al menos cuatro o cinco, y acto seguido y sin hacer caso de mis caricias ni preocuparse de si yo me había corrido él se levantaba, se duchaba, se ponía la ropa, decía “hasta luego” y, sin un mísero beso, se iba.

Yo, durante la semana, le escribía. Él no me contestaba nunca. Los fines de semana nos encontrábamos de fiesta, follábamos, me tragaba su lefa, soñaba con nuestra boda, él se iba y yo me quedaba llorando.

Menos mal que aquello ya terminó. Mi consejo: chicas, escupid antes de que sea demasiado tarde.