“Hecatombe caquil”

 

A cierta edad una ya cree conocer todos sus miedos, desde los más deshonrosos hasta los confesables.


Y entonces llega un día tranquilo, un día como otro cualquiera en el que todo parece estar en armonía: Tú estás sentada con tu bebé encima que no para de chillar y hacer gorjeos y ruiditos adorables indescifrables, y se ríe, y tú estás tan absorta en esa efímera felicidad que al principio ni lo notas. Pero de repente sientes algo extraño, una mancha rara en tu camiseta, en tu pelo, en el pantalón, sientes la incertidumbre inundar tu mente… ¿de dónde ha salido eso? Tu ropa es oscura y no consigues dilucidar el origen, pero mientras empiezas a investigar ya hay una alarma que te va avisando de que no te va a gustar el hallazgo.

Y a continuación lo notas, y no me refiero al escalofrío que recorre tu espina dorsal. Observas con estupor una mancha húmeda y caliente que parece haberse derramado por toda la espalda de tu bebé, se ha expandido por las perneras y rezuma constreñida por los corchetes de la entrepierna de su pijama.

Efectivamente amiga mía, estás ante una hecatombe caquil de proporciones bíblicas.

Son las 12 de la noche y tu bebé te sonríe mientras un hilo de baba le cuelga de la boca. Tremendamente ofuscada procedes a solucionar el problema con el mayor sigilo posible, transportando a tu bebé con los brazos lo más estirados que puedes mientras te tiemblan las piernas ante lo que va a suceder a continuación. Consigues llegar al cambiador, depositas al bebé encima con cuidado aunque, llegados a este punto, el cambiador ya lo das por perdido. 

Empiezas a rezar a todos los dioses conocidos por si alguno está dormido y no te escucha porque a estas alturas sólo esperas conservar el blanco en las paredes. 

En ese momento llega el clímax, y esto es cuando estás retirando el pijama que claramente no está diseñado para contener una mierda de semejantes dimensiones, mientras tu bebé se esmera en patalear y retorcerse como si no hubiera un mañana. El olor ya no te importa, ni siquiera que la mierda te llegue hasta el codo; daños colaterales lo llaman; porque en este momento tu máxima preocupación y todos tus sentidos están concentrados en sacarle el pijama por la cabeza sin que acabe con mierda hasta en los ojos.

Estás armada con un pañal limpio y las toallitas húmedas son tus mejores aliadas. Has conseguido desarrollar una destreza con las manos digna de Shiva que te permite quitar el pañal, sacar el pijama, levantarle las piernas por los tobillos, limpiar con las toallitas, colocar el pañal limpio, ponerle crema en el culo y ponerle otro pijama. Toda tu vida se detiene en ese preciso momento en el que pones a prueba tu habilidad y tu concentración desarrollada tras años de prácticas meditativas, y bendices el día en el que decidiste comprar un contenedor de pañales en el que vas depositando todos los desechos generados en el momento, que no son pocos. 

Y a pesar de tus esfuerzos ahí estás tú: llena y rodeada de mierda. Sin embargo, una sonrisa inunda tu cara y te sientes repleta de orgullo porque… ¡lo has conseguido! Has acabado con el boss final de esa última pantalla del videojuego «Cómo sobrevivir a una caca radioactiva» y tu bebé yace impoluto y feliz ignorante a todo el drama ocasionado.

Ahora solo te queda limpiarlo todo, limpiarte tú, conseguir que se duerma y volverte a dormir, pero eso ya es otra historia.

Sara Navarro