En mi familia nadie me llama por mi nombre, todos suelen usar el mote que me pusieron de pequeñita: ‘Dita’, diminutivo que adoptaron del primer apodo, que era ‘Remilgadita’.

Por lo visto lo de mis remilgos viene de tan atrás que no recuerdo cuándo me lo pusieron. De hecho, de pequeña respondía mejor por ‘Dita’ que por mi verdadero nombre.

Lo cierto es que sí, soy bastante delicadita y escrupulosa.

O lo era… hasta que tuve a mi hijo.

Os confesaré que yo misma tenía miedo de no soportar hacer las curas del ombligo, o de cambiar los pañales, por ejemplo. Me pasé todo el embarazo pensando cómo lo iba a superar. Veía a mis amigas limpiando aquellas plastas del culete de sus bebés y me daba un repelús… Una vez que me acerqué demasiado, tuve hasta arcadas. Menudo panorama.

Lo que estaba claro era que, de una forma u otra, tendría que hacerlo.

Resultó sorprendente constatar que todos mis escrúpulos desaparecieron en cuanto tuve a mi peque encima.

A ver, desaparecer, igual tampoco. Me dio bastante asquete sentir el cordón umbilical golpeando mi cuello, aunque no tuve ningún problema en besar aquella frente pringosa. No me hacía ninguna gracia aquella caca similar al petróleo, pero solo intentaba respirar lo menos posible y acabar cuanto antes. Nunca llegué a vomitar, lo cual me parecía todo un logro, dados mis antecedentes.

Los meses pasaron, yo me fui adaptando a la escatológica realidad de la maternidad y mis ascos no dejaron de ir a menos.

¿Quién me lo iba a decir? Con la misma facilidad con la que me sueno mi propia nariz, elimino mocos pegados y gestiono cualquier tipo de fluidos, no tan fluidos y demás desechos corporales.

Qué orgullosa estaba yo de mi enorme superación personal.

Prueba superada.

¿O no?

Pues no.

He dicho que ‘estaba’ orgullosa porque desde hace unos días la vida ha vuelto a poner a prueba a la pobre y afligida ‘Dita’.

La vida o mi hijo, ese que cuando me despisto se quita el pañal y se come su caca.

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Espero que no estéis leyendo esto mientras coméis.

Lo sé, es asqueroso y de mal gusto, pero es que necesito ayuda porque no sé cómo sobrellevarlo.

La primera vez que ocurrió mi subconsciente tardó minutos en asimilar lo que había pasado. Lo había ido a buscar a casa de mi suegra y me lo encontré en el salón sentadito. Llevaba puesto solamente el pañal, porque hacía mucho calor, y estaba tan entretenido jugando con algo que no se giró inmediatamente cuando entré chillando su nombre. Estaba ya casi encima de él cuando se volvió y pude ver sus manos sucias y los restos color marrón alrededor de su boquita de piñón. Me extrañó mucho que mi suegra le hubiera dado chocolate, normalmente no lo hacía…

Creo que hasta grité cuando por fin caí que lo que se había metido en la boca era mierda.

Lo reconozco, si no vomité fue porque no había comido aún y no tenía nada en el estómago.

Y sí, reconozco también que no fui capaz de limpiar aquel desastre.

No sabéis cómo agradecí que su abuela se hiciese cargo. Muerta de la risa, la mujer.

Por desgracia no se trató de un hecho aislado. Estando conmigo ha ocurrido dos veces más.

Si con mi suegra, que es quien le cuida por las mañanas, ha vuelto a suceder, la señora no me lo ha querido contar. Y yo no he preguntado.

Amo con locura a mi pequeño, pero no puedo evitar el ascazo que siento tras cada episodio de coprofagia.

A veces, mientras me como a besos y mordisquitos su carita de ángel, me acuerdo de esos memes de perros chupándose el culo y luego lamiendo la boca de sus dueños.

Puaj. Si lo pienso mucho, poto.

Afortunadamente, este enano mío hace uno de sus gorgoritos y se me pasa todo.

No obstante, vivo con el miedo de volver a presenciar una de sus… meriendas de reciclaje.

Ya tengo cita con su pediatra para confirmar que estas ‘comidas’ no le han podido causar algún daño y para que nos ayude a que esto se quede en una anécdota escatológica.

 

¡Necesito que pare de hacerlo!

 

Dita

 

 

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