Siendo muy joven conocí a un chico bastante guapo que parecía muy implicado en temas que a mi me interesaban mucho y que despertaba cierta admiración en mí. Nos enamoramos rápidamente y, como sólo se puede hacer cuando la libertad de los primeros años de la edad adulta llama a tu puerta, empezamos a planear desde el minuto cero cómo haríamos para vivir juntos ya. Vivimos a toda prisa nuestros últimos meses de estudios para poder dejarlo todo y empezar a trabajar cuanto antes. (ERROR, nunca, nunca, nunca, NUNCA dejes los planes de tu crecimiento personal a un lado por otra persona, menos aun si esa persona es una pareja. Cuando todo se vaya a la mierda te pesará el doble y te sentirás aún más defraudada, pero amiga, esta parte será solo culpa tuya).

Un millón de señales me decían que aquel chico no era lo que yo necesitaba, pero él ya había planeado cómo sería nuestro baño y nuestra sala de estar, cómo llamaríamos a los dos primeros niños (porque tendríamos bastantes más) y cómo organizaríamos las navidades con nuestras familias cuando naciera ya el primero. Era todo tan bonito que no sé cómo pude ser tan ingenua de ilusionarme con aquella expectativa totalmente fantasiosa.


Poco a poco empezó a enseñar la patita sin disfraz. Empezó a ocultar sus conversaciones privadas con otras “amigas”, empezó a volverse más brusco en nuestras relaciones y a exigirme un decoro muy forzado en las reuniones familiares. La verdad que no sé si la juventud, la falta de experiencia o eso que dicen del amor ciego, pero algo fue lo que no me dejó ver en el jardín en el que me estaba metiendo voluntariamente yo solita. Cada día más enamorada, cada día más dependiente, más nerviosa por gustarle más que aquellas chicas que le escribían supuestamente para ver si estaba soltero (obviamente era él quien les escribía a ellas para ver si podían olvidar sus principios sororos un rato e ir a hacerle un apaño mientras yo tenía que estudiar, pero no estaba preparada para entenderlo todavía).

Al terminar el instituto empecé a trabajar y, con mi primer sueldo, empecé a comprar las primeras piezas de nuestro menaje. Había muchas cosas que conseguir y yo estaba acostumbrada a no depender de nadie, no quería que su familia comprase (y por ende, eligiese) los enseres necesarios para crear nuestro hogar. Sería yo, con el sudor de mi frente y el sacrificio de mi futuro, quien comprase vasos, platos y sartenes ese mes y más adelante empezar con la ropa de cama.

Para celebrar nuestros primeros platos fuimos a su casa y ese día dijo que estaba tan feliz que solamente podría mejorarlo una cosa (introduce aquí el acto sexual humillante hacia tu pareja que más te guste, prefiero no revelar la verdad, esto lo va a leer mi madre). Yo lo miré extrañada; sabía de nuestros gustos sexuales, creía que ya habíamos hablado de todo y establecido límites pero, al parecer, no era así. Ese día fue la primera vez que sinceró ante mi lo que quería para su futuro: “Siempre quise casarme joven con una señora en la calle y una puta en la cama”. ¡Qué joven y estúpida era! No os voy a decir lo que haría hoy. Confesaré lo que en realidad hice: asumir que me esperaba una vida de humillaciones cada x tiempo para complacer a un hombre que me ayudaría a lucir palmito en público de una forma elegante a la par que seductora, para que él pudiese presumir de su captura.

Supongo que no tengo que decir que si escucháis esto alguna vez echéis a correr sin mirar atrás, a no ser que sea para comprobar si se pudo incorporar tras la patada en los huevos que le habéis dado. ¿Una puta en la cama? ¿Qué significa eso exactamente? Pues os lo voy a contar. Una puta es aquella que disfruta de su vida sexual, es decir, un hombre. Es quien admite sentir deseo y muestra, sin pudor, su placer ante su pareja sexual. En este caso (el de mi querido macho alfa) era también la que se dejaba humillar con palabras y actos al gusto del actor principal (él, por supuesto) y que fingía disfrutar. Aunque, de vez en cuando, también ponía un poco de resistencia para hacer más interesante el juego. Es decir, había aprendido todo lo que sabía sobre sexo en el porno más heavy y era lo único que conocía que pudiera producirle ese placer absoluto de hombre hecho y derecho. La posibilidad de penetrar a su pareja mientras esta se quejaba incómoda era algo que lo volvería loco (digo volvería, porque todo tiene un límite y el mío era representar una violación para él).


Ver cómo hablaba a otras chicas como posibles futuras presas, cómo despreciaba totalmente mis sentimientos cuando yo estaba claramente incómoda, no fue suficiente para hacerme abrir los ojos. Ni siquiera tener constancia de varios de sus “deslices” que él siempre negó, me hizo arrancar ese tumor de mi vida. Fue conocer a un hombre normal, con expectativas vitales normales y ver cómo respetaba a su pareja, a pesar de no estar realmente enamorado, lo que me hizo ver que llevaba varios años permitiendo que me vejasen en nombre del amor.
Me fui de allí. Y él lloró, suplicó y todas esas cosas que un machito no reconocería jamás. Incluso pasado el tiempo me escribía, por si mi nueva pareja y yo teníamos una crisis. Decía que nadie le había puesto freno tanto como yo y ahora había descubierto que le gustaba más que le dijesen qué hacer y qué no, que la sumisión.

Sé que tardó varias parejas (a las que usó de mala manera) en superarme. No tenía costumbre de que lo dejasen, siempre era él quien decidía y mi punto y final fue interpretado como un reto por su mente enferma. Yo, hoy en día, con una perspectiva más adulta, más madura, más feminista y más libre, recuerdo aquella relación con vergüenza, pero me agarro a lo aprendido. Aquella experiencia es el ejemplo de lo que no hacer, de lo que no permitir, de a dónde jamás volver. Él, que presume abiertamente de sus ideas progresistas y su modo de vida inclusivo, es ese lobo con piel de cordero del que debemos protegernos. Lo veo por la calle paseando con su nueva familia y no sé si siento asco, pena o esperanza de que alguien, al fin, le hiciese bajarse de la nube de patriarcado en la que había crecido.