Viajé a Marruecos y volví pesando 5kg menos… ¡5kg menos de prejuicios!
Viajé por primera vez a Marruecos hace unos dos años, a pesar de que la mayoría de lo que había escuchado de ese país hasta ese momento no lo mostraba precisamente como un destino idílico, y mucho menos para las mujeres.
Acababan de reabrir sus fronteras después de la pandemia, y, pillando un vuelo barato, me lancé a la aventura, hacia Agadir. Y no os voy a mentir: la verdad era que sí que me daba un poco de miedo porque para empezar, ya en el avión de Marrakech a Agadir, al ser un vuelo nacional, dado que hablaban en árabe ni siquiera podía entender al personal, y si hay una cosa que horroriza a cualquiera es el no entender lo que está pasando alrededor, quizás porque, como humanos, estamos acostumbrados a andar en manada, a pertenecer a algo, y el idioma, en especial porque tiene también un componente cultural, te puede tanto conectar como desconectar completamente de los demás. Lo bueno es que ya una vez en Marruecos te das cuenta, con vergüenza, de que hablan por lo menos dos idiomas más que tú. Es sorprendente, pero en Marruecos hablan árabe, tamazigh (que es el dialecto de la etnia amazigh, originaria del Magreb), francés en el sur, español en el norte, e inglés.
Me fui al desierto, y bueno, lo primero es deciros que fue un camino largo, pero precioso, como preciosos son la aridez y el color rojizo, tostado, de lo que es capaz de sobrevivir en condiciones extremas. Todo el mundo quiere ser el mar mediterráneo, la montaña de colores de Perú o un campo de flores de Amsterdam, pero difícilmente alguien se querría identificar con el desierto, y, sin embargo, es en el desierto donde ocurren los milagros, donde aparece una flor en medio de la nada, rodeada de tierra seca, donde hay oasis llenos de verdor y de vida, donde te ves obligada a dejar de mirarte tu ombligo para mirar hacia arriba y aprender a guiarte por las estrellas, porque no tienes otra opción; el desierto es fuerte, es vasto, es resistente.
Recuerdo aquella noche, sentada en medio de las dunas y teniendo por única luz, la de la luna. Había estado bailando con los demás del campamento, junto al fuego y al son de los tambores de los nómadas, y luego decidimos ir a ver el cielo, que resultó ser casi un retrato de la nasa. Es increíble de la estampa tan hermosa que las luces de la ciudad nos hacen perdernos. Y ahí, en medio de la arena y de la inmensidad, pensé en lo grande que es mi ego. En serio, a veces actuamos como si nos lo mereciéramos todo cuando la realidad es que no somos más que un punto diminuto en un universo infinito. Los nómadas son gente que lleva siglos viviendo de la misma forma, en un mano a mano con la naturaleza, siendo respetuosos con ella, libres de apegos y yendo ligeros de equipaje, de cosas… para cuando les toque volver a moverse. Y no necesitan más, son felices, funcionan. Pero nosotros nos sentimos ansiosos si llevamos más de un año con el mismo teléfono, o si no tenemos cinco chaquetas del mismo modelo pero de diferente color, o si no hacemos algún plan diferente y guay todas las semanas para tener que mostrar en Instagram.
Que a ver, no me malinterpretéis, que no es que yo ahora diga que todos deberíamos ser nómadas ni mucho menos, que ni aun en el Magreb son todos nómadas, ¡ni más faltaba!, y que nuestra cultura y todas las demás también tienen muchas cosas preciosas y positivas, pero que de esto en concreto quizás sí que deberíamos aprender; deberíamos reencontrarnos cada uno con nuestra esencia, tener la capacidad de estar genuinamente agradecidos por algo tan simple pero a la vez tan grande como lo es el mero hecho de estar vivos, ser conscientes de ello, pararnos a mirar el cielo, contentarnos con un atardecer, convivir de forma sana con nuestro entorno… dejar de ser esclavos de las últimas tendencias.
Si tuviese que resumir aquel viaje a Marruecos con una sola palabra, esta sería: Reconexión. También podría ser “calma”, que de esa tuve mucha, pero es que esta vez me quedo con la consecuencia y no con la causa, me quedo con lo que la calma parió, que fue precisamente eso, la reconexión, porque la calma me dio el espacio y el momento para volver a conectar conmigo misma, con la tierra que pisan mis pies, con el aire que pasa a través de mis pulmones, con mi sentido del gusto y del olfato, con lo que soy yo en esencia, que es lo único imprescindible.
Ah, y en contraposición con todas las advertencias y prejuicios que había escuchado de Marruecos, dejadme deciros que allí he encontrado a las gentes más amables y hospitalarias, así que por favor nunca, pero ni con Marruecos ni con nada, os dejéis guiar por lo que digan los demás, y atreveos -siempre con sensatez, claro está-, a vivir vuestra propia experiencia.