Siempre he sido muy miedicas. Me da miedo la oscuridad, los bichos, los fantasmas…pero hasta ahora no había conocido el verdadero terror: los patos.

En concreto, un pato pequeño, de goma. De los típicos patitos para la bañera, pero azul. De propaganda de una agencia de viajes que conocí en una expobodas hace mil años.

¿Y qué tiene este pato en especial para tenerme aterrorizada? Os preguntaréis…mi hijo ha desarrollado apego hacia él.

Tras ver las experiencias y oír consejos de otras amigas madres, he hecho todo lo posible por evitar que esto pasara. Roto los juguetes cada pocos días, intento que no jueguen con lo mismo mucho tiempo, no les dejo salir de casa con juguetes en la mano…

¿Y que ha pasado? ¿Qué no quieres caldo? Pues toma dos tazas…

Lo más gracioso es que el pato en cuestión ni siquiera estaba destinado para él, ni es uno de sus juguetes.

Lo encontré haciendo limpieza, y lo puse en una caja con trastos para tirar/reciclar/regalar.

Mi hijo vino a ver que se cocía por ahí, lo vio y se le ilumino la cara: “Wow! A blue duck!” y se puso a bailar.

Amor a primera vista. Pero del bueno. Ni la imprimación de Jacob en Crepúsculo fue tan fuerte como el amor que desarrollo mi enano con el pato.

Desde ese momento, mi vida cambió.

No se separó del pato en todo lo que quedaba de día. La hora del baño y de la cena las paso llorando porque le hice dejarlo encima de la mesa. Y cuando se fue a la cama no había forma de dormir. Lo único que repetía era “blue duck, patito azul, blue patitoooo” (que en cierta manera era gracioso, el pobre esta aprendiendo a hablar y todavía mezcla idiomas).

Quizá fue culpa mía porque soy débil, pero al cabo de una hora en la cama llamando al pato, que hasta su hermana se unió a la petición porque no podía dormir, se lo dí.

Y desde entonces se han convertido en uno. Como si el pato fuera una extensión de si mismo.

A donde va mi hijo, el pato le sigue. A veces lo lleva de la mano. A veces le pone una correa al cuello para llevarlo a rastras. Le da besos, le da de comer, le lava los dientes…de todo.

Y a mi me tiene acojonada. Acojonada de que se pierda, de que se rompa, de que desaparezca.

Lo hemos perdido de vista un par de veces y la cara de preocupación de la criatura me rompe el corazón. Va de lado a lado de la casa llamándolo a gritos, busca entre los juguetes, las estanterías…por toda la casa de habitación en habitación. Mi hija se une en su búsqueda (no se si por solidaridad hermanil o por recuperar el silencio), y como sabe hablar mejor viene a preguntarnos ¿dónde está el patito azul?

De momento, las crisis no han durado más de unos minutos, pero ¿qué pasará el día que el pato no aparezca?

Siguiendo los consejos de amigos que han pasado por lo mismo, estoy intentando encontrar un segundo pato de repuesto, pero de momento no ha habido suerte. Hace muchos años y era de propaganda. La agencia de viajes ya no tiene más (he preguntado).

Tras preguntar en varios grupos de Facebook a ver si encuentro a alguien que tenga uno, ha aparecido uno en ebay, pero por 350 libras (unos 400 euros). Estoy convencida de que quien lo ha puesto en venta ha visto mis anuncios por todo Facebook preguntando por él, y quiere hacer negocio a costa de mi sufrimiento porque si no, no entiendo por qué alguien ha pensado que ese dineral es algo razonable por una mierda de pato.

Así que mientras a mi enano se le pasa, aquí estamos nosotros, comiéndonos las unyas del estrés, pensando seriamente en pedir una segunda hipoteca para comprar un pato y poder volver a dormir por las noches.

Por favor, decidme que es una fase y que hay luz al final del túnel.

Andrea M.