¡Qué diferente es la vida en las ciudades y en los pueblos! Cuando Paloma se fue del pueblo tenía 16 años y toda una vida por descubrir. Le costó mucho acostumbrarse a la vida en la ciudad. A no poder salir descalza a la entrada de su casa y respirar el aire limpio por la mañana. Ahora vivía en un 4º piso y, desde que cerraba (con llave) la puerta de casa, aún tardaba un poco en poder disfrutar de la polución en sus pulmones.

Atrás dejaba a sus amigos, a su familia, su instituto, su camino de piedra… Hoy en día no supondría tanto, pero en aquel momento lo era todo, pues al irse pasaría meses, incluso años, sin volver a ver a aquellas personas que eran su vida. Su mejor amiga, Tania, llevaba desde que iban a la unitaria colada de Jose Manuel, el hijo del zapatero, que era un guaperas de manual. A veces le hacía caso y desaparecían de la mano hacia el río, pero luego pasaba semanas que la saludaba de lejos sin más cuando se cruzaban en el mercado. Su vecina de al lado estaba siempre intentando evitar que su padre y el dueño de la finca del otro lado se peleasen; si no eran las ramas del árbol de uno que invadían la finca del otro, era la perra del otro que le escarbaba en la huerta del uno… Y así pasaban la vida, discutiendo, amenazando con llamar a la guardia civil y culminando cuando el abuelo sacaba el cayado en alto a modo de amenaza. La peluquera atendía a las señoras en el salón de su casa. Paloma tenía una enorme melena rubia, preciosa, y ella disfrutaba mucho peinándola. Siempre le pedía que fuese al final del día, para que ella pudiese descansar de tanto moño bajo y tanto cotilleo de señoras mayores y pudiera enseñarle los peinados modernos que había aprendido en la academia en la ciudad, cuando su padre la mandó a casa de sus tíos. Entonces le hablaba con voz ensoñadora de cómo era vivir en un sitio donde nadie te conoce, la libertad de ir a donde quieras sin que lo sepa todo el pueblo, aquel chico que la había besado en el portal de su casa…

Paloma llegó al instituto empezado ya el curso, a más de 600 km de su casa, sin conocer a nadie, con su mochila de piel y su melena en una trenza. Entrar allí fue como entrar en la jungla. No entendía nada, estaba totalmente fuera de lugar. Pero, pasados unos meses, ya se sentía una más. No le quedó otro remedio que adaptarse, no tenía la opción de comentarle a Tania sus miedos, pedirle consejos a la peluquera ni esperar a que Luis la mirase y le guiñase un ojo para alegrarle el día. Todo aquello había quedado atrás, como lo hacía antes, sin videollamadas ni redes sociales. Contacto cero con su vida anterior.

Seis años después murió su abuela. Fue un enorme shock para ella. Había crecido junto a ella, pero en los últimos años se habían visto en navidades, cuando ella cogía varios “coches de línea” para venir a la ciudad a pasar las fiestas con su familia. Sus padres trabajaban tanto que no podían escaparse al pueblo. Aquel entierro fue su primer contacto desde que se había ido y, estaba tan triste, tan absorta en su dolor y se sentía tan culpable porque su abuela muriese sola, sin su familia alrededor, que apenas prestó atención a su entorno. Abrazó a mucha gente y recibió con gusto los elogios de quienes fueran sus vecinos, pero ella solo podía llorar, pasear por aquella preciosa casa de piedra y añorar lo que prácticamente había olvidado.

Han pasado 20 años desde su última visita al pueblo. Con las redes sociales, pasado mucho tiempo, encontró a Tania y hablaron un par de veces. Ella siempre decía “El pueblo sigue igual, a ver cuando haces una visita”, ella siempre prometía ir pronto y la animaba a que viniese ella a la ciudad, pero Tania no quería saber nada de asfalto y de contaminación, bastante tenía con todos los cambios de los últimos años en el pueblo, como para irse a un lugar tan grande.

Cuando el padre de Paloma murió, ella recibió en herencia aquella casa en el pueblo. No entendía por qué nunca habían vuelto, por qué no iban en vacaciones y visitaban a sus amigos. Entonces su madre le contó que su padre se había ido del pueblo con mucha pena y que, al morir su madre, no se había perdonado el no estar allí con ella, así que el pueblo sólo le traía dolor y culpa. Encargó al padre de Tania que cuidara de su casa, le mandaba giros cada poco tiempo con los gastos que él le decía que necesitaba la propiedad, y era el único contacto que quiso conservar con aquel pueblo donde tan feliz había sido.

Paloma agarró a su madre de la mano y, con las cenizas de su padre en un bote, se encaminó al pueblo, a dejar los restos de aquel hombre que tanto había hecho por ella, en el lugar donde siempre había sido feliz.

Paloma tenía tres hijas y ya era hora de que conocieran donde había nacido su madre. La casa estaba exactamente igual, el patio recogido, la hierba cortada, la entrada abierta y las cortinas de la abuela relucientes. El padre de Tania había hecho un buen trabajo. Enseñó a su marido y a sus hijas su habitación, aquella cocina de leña que tanto la había calentado en invierno, aquel taquillón decorado con fotos, donde su abuela había añadido fotos a color en sus últimos años de vida…

Tania apareció sin avisar. Se asustaron al verse, pero rápidamente se fundieron en un abrazo. Su padre hacía años que muriera, pero no quiso dar más disgustos al padre de Paloma y siguió con su cometido sin decir ni mu. La casa parecía que tenía vida, estaba tan agradecida que parecía que las comisuras de los labios se le iban a romper de tanto sonreír.

Las aceras habían supuesto un problema para los vecinos mayores, pues aquel pueblo se manejaba bien sin tanta piedra artificial, pero realmente Tania lo agradecía para pasear a su madre en la silla de ruedas. A Paloma se le hacía raro ver así las calles.

Se sentaron esperando que aquella leña caldease un poco la casa mientras su madre miraba fotos antiguas y sus hijas corrían por el prado donde ella tanto había reído a su edad. Entonces, Paloma pidió a su amiga que la pusiese al día de verdad, que le contase cómo estaba todo desde que ella se había ido, cómo vivía su amiga, a qué dedicaba su vida… Tania se había quedado embarazada a los 19 de Jose Manuel, que no reconoció a su hijo en un principio, dejándola despojada de honor y siendo repudiada por sus abuelos, pero su padre la apoyó siempre y salieron adelante. Ella, con los años, se hizo con la ganadería de su padre y consiguió un buen contrato con una empresa de la ciudad. No ganaban mal, todo lo contrario, pero vivía esclava de sus animales. Solamente descansaba cuando Jose Manuel aparecía. Entonces prometía lo que jamás cumplía, la dejaba embarazada y se volvía al pueblo de al lado, donde tenía a su mujer y sus dos hijos. Tania tenía 4 niños con sus apellidos, y todavía la esperanza de que su amor se “deshiciese” de la mujer que lo ataba. Paloma sintió mucha pena por su amiga, nunca había imaginado que realmente se hubiera quedado congelada en el tiempo.

A la hora de cenar, una señora mayor, arreglada como para ir a la verbena, tocó la puerta y entró sin esperar respuesta, como se hace en los pueblos. La peluquera, tan guapa y presumida como lo era de joven, entró y reconoció las melenas largas y rubias de las hijas de Paloma como si las hubiese peinado millones de veces. Paloma se puso tan feliz al verla, ella había sido la persona a la que se quería parecer de niña y ahora, allí estaba de nuevo, haciéndole a su pequeña una trenza de espiga.

Paloma sentía que no había pasado el tiempo allí, que si se hubiese quedado con su abuela, su vida sería tan distinta… Entonces, mientras se calentaba las manos con un café de pota en la entrada de la casa, mirando las estrellas, se asustó al oír gritos que salían de la casa de al lado. Un señor mayor, con la boina calada y el bastón en alto, salía de la casa gritando improperios. Se acercó creyendo que hablaba solo, para ayudarlo a entrar. Reconoció a su vecino y reconoció el conflicto, rápidamente salió una señora vestida de uniforme blanco a convencerlo de que volviese a entrar. De la finca de al lado salió otro anciano, que gritaba sin ansias “Marcelino, no me toques los cojones que es muy tarde ya, podaré las tuyas cuando me salga de las narices”. Marcelino entraba en casa refunfuñando empujado con cariño por aquella joven. El otro hombre se acercó riendo. Saludó a Paloma con cariño y le explicó “El recuerdo de nuestras peleas es lo único que lo saca del sillón de vez en cuando. Hace años que se le fue la cabeza y yo… Ayudo en lo que puedo”.

Ver aquel cayado en alto, la luz en los ojos de Tania hablando de su amado y a su peluquera peinando a su hija la transportó a su niñez y durante unos minutos respiró el aire puro y revivió una noche en el pueblo como si no hubiese pasado el tiempo.

Hizo algunas reformas en la casa (criticadas, por supuesto, por los vecinos) y decidió liberar a Tania de los cuidados de aquel lugar tan especial. Ahora pasan algún fin de semana allí, los puentes, las vacaciones… Sus hijas tienen un sitio al que volver a jugar como se jugaba y ella una vida que recordar.

Luna Purple.

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