Vómitos, casposos, aceitunas voladoras y otras cosas que he vivido en el transporte público

Si eres como yo que te has tenido que mover en grandes ciudades, te habrás pasado algunas etapas de tu vida en el transporte público. ¿Quién no ha presenciado un numerito en el metro? ¿A quién no se le ha sentado al lado alguien raro? Hoy os traigo mi recopilatorio de momentos más extraños e incómodos porque estas cosas, al final, sirven para reírnos cuando se comparten.

En los autobuses me han pasado cosas raras desde pequeña. Una de las primeras veces que empecé a salir con mis amigas estaba en la parada, yo sola, absorta con mi música, y se me acercó una señora mayor. Vi que me hablaba y como tenía los auriculares, le pedí que por favor me lo repitiera. La señora me dijo: “Perdona, ¿qué pasta de dientes usas?” Me quedé a cuadros, claro, porque daba por hecho que preguntaría algo sobre el bus y me quedé pensando si a la mujer le pasaría algo… “¿Cómo?” “Que qué pasta de dientes usas, niña, qué dientes más blancos tienes…” Aquello me sonó a Caperucita vol.2 y me quedé muy pillada, no sabía que mis dientes llamasen la atención. En ese momento llegó el bus y la señora, mientras me montaba, me gritaba ansiosa: “¡La marca, niña, la marca!” y recuerdo que le dije algo así como: “No sé, uso una normal”. Todo el bus me miraba.

Otro día, cogí el típico bus del aeropuerto con mi mejor amigo y, como sabéis, esos suelen ir a reventar de gente. Milagrosamente, conseguimos sentarnos, pero aun así íbamos muy apretados con tanta gente. Pegado a mi amigo, había un señor que empezó a darnos palique. Yo me desentendí un poco, en parte por pereza y en parte porque me llamó la atención la capa espesa de puntitos blancos que reposaba sobre sus hombros. Me fijé y, mientras nos hablaba, veía con precisión cómo le caía los costrones de caspa, era flipante. El hombre no tenía mal aspecto ni nada, pero tenía un serio problema de caspa y nos dio repelús tanta blanca navidad, pobre. 

Hablando de asco, es bastante común que se te siente al lado alguien con un olor corporal fuerte, pero lo que no creo que sea tan habitual es hacer un trayecto de media hora a la playa con un señor pegado a ti cargado de bolsas de pescado. Decía que lo acababa de comprar en el mercado, pero yo creo que se le debieron de dar medio putrefacto porque aquello atufaba. Tan pegado iba que en una curva se le movieron las bolsas y me acabó plantando una en las piernas. Soltaba liquidillo.

En un tren turístico en Mallorca me ocurrió algo relativamente similar. Junto a mí había dos turistas extranjeras con un envase de plástico como de un litro, ABIERTO, de aceitunas, como si las hubieran comprado a granel. Lo llevaban abierto porque se las iban comiendo mientras viajaban, así que todo el vagón olía avinagrado. Era un tranvía que atravesaba un pueblo, vamos, que no iba a mucha velocidad, pero sí que pillaba algún que otro bache. En uno de estos, el bote de las aceitunas hizo PAF y se convirtieron en Chocapic: no solo sobrevolaron nuestras cabezas cual proyectiles, sino que, del impulso, el caldo del aliño también salió propulsado y adivinad quién acabó bañada para el resto del día.

Pero bueno, si hablamos de olores desagradables, creo que la peor historia la viví en un tren de media distancia. Se montó una señora con dos niños pequeños y, uno de ellos, que podría tener tres años o así, se puso malito y empezó a vomitar en mitad del pasillo. El pobre no tenía culpa, claro, pero aquello no fue nada agradable. La señora en lugar de hacer un amago por limpiarlo, se quedó tan pancha custodiando la pota y hasta los pobres niños se quejaban del olor. Aquello ocurrió en invierno, así que tenían la calefacción a tope, y cuanto más tiempo pasaba más se recalentaba aquello y olía fatal. Cuando de, casualidad, pasó un interventor por el pasillo, la señora lo abordó pidiéndole que lo limpiara. Entiendo que lo suyo era pasarle una fregona, pero manda huevos que no pusiera ni un poco de papel por encima. El olor a vómito nos acompañó la hora y media de trayecto.

En los trenes me he encontrado un poco de todo, la verdad. A veces, han sido personas majas que, simplemente, me hacían peticiones un poco raras. Por ejemplo, una señora una vez me contó con todo lujo de detalles el porqué de su viaje y al acabar, como dando por sentado que ya éramos amigas, me dio su móvil y me pidió que le comprobara la configuración de algunas apps y que le borrara fotos. No fue nada malo, pero me sentí muy rara hurgando en el móvil de una desconocida. 

Otra vez se me sentó al lado una señora que era lo opuesto, renegaba de cualquier tipo de interacción y, cuando le pedí por favor si me dejaba pasar para ir al baño (iba en ventanilla) ME GRUÑÓ y me ROCIÓ con algo que creo que eran aceites esenciales. Se pasó todo el trayecto conectada a algún canal de YouTube, tomando notas en un cuaderno y sacando estuches de diversos tamaños repletos de botecitos de cristal con etiquetas rollo “LAVANDA” “ROMERO” “JAZMÍN”. A veces se lo echaba en las muñecas y frotaba, como si fuera perfumen. Seguía tomando notas. Luego, en el escote y se refregaba la pechuga, y hasta se llegó a descalzar y frotarse los talones como si fuera aquello una piedra pómez. Fue extraño, pero entretenido de observar y, al menos, olía mejor que los vómitos y las aceitunas.

Ele Mandarina