Cuando me quedé embarazada de mi primera hija pesaba 80 kgs y estaba estupenda, pero antes de dar a luz vi los 3 números en la báscula y, pese a que los primeros días fui bajando bastantes kilos, con la ansiedad postparto y la lactancia me puse en 96. Decidí que no quería ir a por el segundo hasta recuperar mi peso inicial y, tachan, a los 9 meses de dar a luz me encontraba en el baño con un predictor en la mano y… podéis imaginaros el resultado.
Cuando llegué a la primera consulta de mi segundo embarazo lo primero que me preguntó la encantadora doctora (modo ironic on) fue cuanto pesaba y yo le dije que 90 kgs. Y su respuesta fue:
– ¿Y a ti te parece normal?
Yo, que ya iba preparada para cualquier clase de desplante en relación al tema del peso le contesté que, teniendo en cuenta que nunca había estado delgada y que tenía un bebé de 10 meses de cuyo embarazo no me había dado tiempo a recuperarme, pues sí, ¡me parecía normal!
La mujer se quedó como chafada, creo que esperaba hacerme sentir fatal y que le pidiera perdón por cometer el pecado de la gula, pero obtuvo una respuesta sin ápice de vergüenza. Me dijo que más me valía no coger más de 6 kgs en todo en el embarazo (teniendo en cuenta que en el anterior cogí 20kgs, sabía que eso significaría adelgazar porque eso es sólo lo que pesa la barrigota). Pasaron los primeros meses y todo iba fenomenal sin ganar peso, hasta que a los 6 meses cogí 4,5 kgs de golpe y porrazo, menudo susto me dio la báscula. Cuando me tocó la siguiente cita iba ya esperando que me pusiera a dieta estricta la señora, pero por suerte para mi, una ginecóloga joven la sustituía y me dijo que iba fenomenal de peso.
Al final del embarazo cogí 11kgs y la Rottweiler no me llegó a poner a dieta, solo me miraba con cara de desaprobación al decirle el peso y me amenazaba con que no me pasara que me ponía a régimen.