Abro el paraguas porque sé que solo con el título ya me va a caer la de dios por estos lares, pero esta es mi historia y la cuento porque cada vez que leo sobre relaciones entre amantes, me da mucha pena la parcialidad con la que se suelen ver las cosas.

 

 

Con esto no quiero decir que no esté de acuerdo con que hay una gran parte de personas que solo van a lo que van, que no saben lo que quieren o que están jugando a dos bandas. Ni que esté justificando las infidelidades. No, no lo hago desde el momento en que haya una sola persona que pueda sufrir y cuyo compromiso se haya roto sin su conocimiento. Pero sí que quisiera hacer visible cómo, humanamente, todos podríamos caer en algo así y estar en uno u otro lado de la misma historia.  Sí, sí, hasta tú que en este momento estás leyendo esto y moviendo la cabeza, creyendo que es imposible.

 

 

Yo misma fui siempre de las más rotundas y “juzgadoras” a lo largo de toda mi vida… hasta que me pasó a mí y me convertí en la amante.

Él y yo nos conocimos de forma totalmente casual. Yo vivía en un piso compartido, estudiaba por las mañanas y trabajaba por las tardes de cara al público. Él me llevaba más de quince años y, por su trabajo que le exigía estar viajando la mayor parte del tiempo, pasaba bastante por mi ciudad y especialmente paraba mucho por el bar donde yo trabajaba.

No sé cuánto tiempo pasó desde que nos conocimos hasta que dimos un paso, pero todo se coció a fuego lento: pasó de ser un cliente habitual más que me caía simpático a uno de mis mejores amigos.  Nos apoyábamos uno en el otro con nuestros problemas en general y también con los sentimentales: yo hacía tiempo que sabía que tenía mujer y dos hijos adolescentes, que se había casado y había sido padre muy temprano y muy precipitadamente, que había querido mucho a su pareja pero que los años, la inmadurez de ambos, los conflictos enquistados que no habían sido capaces de solucionar y la misma convivencia, le habían hecho darse cuenta de que no era feliz en esa relación.

Que no se separaba por sus hijos e incluso por su mujer que no pasaba por su mejor momento (tenía problemas de alcoholismo que, además, no estaba dispuesta a aceptar). Lo veía muy preocupado por no dañar a nadie.

Sé que diréis que estas son las cosas típicas que dicen todos, pero en aquellos momentos no éramos más que amigos y yo no notaba ninguna intención más allá por su parte.  Yo misma, a lo largo del tiempo, le fui confesando también las frustraciones y desengaños que iba viviendo con el sexo opuesto. Nos escuchábamos y nos apoyábamos, nos comprendíamos y solo verlo entrar en el establecimiento me alegraba el día.

 

 

Al tiempo, sentía que verlo y compartir esos momentos con él empezaba a ser una necesidad, y parecía que a él le pasaba lo mismo.

Comenzaron los intercambios telefónicos por cualquier tontería, los encuentros en mi bar que se alargaban hasta el cierre… hasta que, en uno de ellos, pasó lo que ambos ya llevábamos tiempo deseando: nunca podré olvidar esos besos y abrazos, esa ternura y esas caricias, esa sensación de amor y entrega por parte de ambos.

Porque sí, más allá de la atracción y de la amistad, los dos ya sentíamos que, después de tanto tiempo conociéndonos y apoyándonos mutuamente, ya nos amábamos de verdad.

Desde entonces, no os voy a mentir: la historia no fue un camino de rosas. Yo conocía la situación con su familia y la respetaba, puesto que nunca dudé de la veracidad de sus sentimientos hacia mí y siempre confié.  Y él, como en el pasado, seguía muy preocupado por no hacer sufrir a nadie, así que llegamos a un trato: mientras siguiese casado y en esa doble vida, yo tampoco tendría un compromiso firme con él.  No íbamos a permitir que se diese un desequilibrio así en nuestra relación.

Y durante los tres años que siguieron hasta que sus dos hijos fueron lo suficientemente mayores y él se armó el valor de dar el paso, yo hice mi vida: intenté salir con algunas personas, de las cuales con uno de ellos incluso duré algunos meses y del que creí que podría enamorarme. Pero nunca resultaba así: siempre acababa siendo superior a mis fuerzas cuando pasaba el tiempo y me daba cuenta de que mi corazón seguía pensándole, añorándole y estando con él.

Nos veíamos esporádicamente en hoteles donde pasábamos tiempo de calidad en el que éramos como cualquier pareja bien avenida.  Nunca dejamos de sentir ese enamoramiento, podíamos pasarnos horas simplemente mirándonos a los ojos con una sonrisa embelesada, o hablando de nuestros sueños y proyectos juntos.  El sexo, aunque alucinante, era lo de menos entre nosotros, solo una cosa más de las muchas que compartíamos.

 

 

Y así, pasó el tiempo en el que yo intentaba hacer mi vida y él intentaba sobrevivir a la suya, estando siempre ahí el uno para el otro.  Y cuando sus hijos ya estuvieron más crecidos y prácticamente echaron a volar, anunció su separación.  Le costó muchas lágrimas sentir que rompía esa familia que había amado tanto y asumir que “abandonaba” a su hasta compañera de vida oficial, estando sumida en un problema de adicción que no era capaz de reconocer ni querer solucionar.

Pero él era consciente de que ya no podía hacer nada más en esa situación que cuidarse a sí mismo, además de seguir cerca para apoyarla (a ella y a sus hijos) en el momento en que fuese capaz de aceptar ayuda.

Por fin empezamos a mantener una relación “normal”, sin escondernos, y ¿sabéis qué? Apenas cambió nada, nunca llegué a sentir ninguna diferencia importante.  Siempre, desde el primer momento, había sido todo real y verdadero. Siempre fuimos una pareja de verdad.

Los primeros años no fueron fáciles, eso sí, por nuestros respectivos entornos: sus hijos me veían como la culpable directa y era completamente inútil por parte de su padre explicarles que cuando se enamoró de mí, hacía mucho tiempo que ya tenía claro que estaba todo roto entre él y su madre.

Pero no fueron los únicos en no aceptar nuestra relación.  También mi propia familia me dio la espalda, conservadores como ellos solos, poniendo el grito en el cielo por la diferencia de edad y porque yo hubiese roto una “feliz” familia.

Por suerte, todos aquellos fatídicos comienzos pasaron hace mucho. Ahora llevamos casi veinte años juntos, tenemos un hijo en común y nuestras familias, aunque costó, se hicieron a la idea de que lo nuestro era sincero y, con el paso del tiempo, lo aceptaron.

Y sé que no es políticamente correcto, pero he de admitir que cada día soy más feliz con él y nunca me he sentido culpable de romper algo que sé que estaba más que roto ya antes de que yo llegara.

Y os diré más: nunca, nunca, nunca, en todos estos años, he sentido el más mínimo miedo, celos o inseguridad de que repita esos comportamientos de infidelidad del pasado.  Sé que es realmente pleno a mi lado igual que yo lo soy con él.

Así que… sí, amigas.  Aunque se traten de excepciones… los finales felices en estas historias también existen.

 

Anónimo

 

Envía tus movidas a [email protected]