(Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real de una lectora)

Me casé joven y embarazada. No llegaba a los veinte años cuando me vi vestida de novia y comprometida a unir mi vida a un hombre que sí, que me había dado algún que otro buen polvo, pero con el que no quería compartir mi futuro. El problema es que aquella época era distinta a esta: para abortar tenía que irme a Inglaterra y nuestras familias solían arreglar los problemas por nosotras. Entre ambas se entendieron y montaron aquel circo, en el que había brujas y payasos por doquier.

Sin alternativas, hice un esfuerzo por querer al padre de mi hijo. Creo que lo logré; incluso, llegué a considerar que había formado una familia fantástica, de la que me sentía orgullosa pese a nuestra juventud. Hasta que llegaron las primeras infidelidades, esas que te rompen el corazón en mil pedazos. A mí que me había costado amarle, y me la devolvía con engaños.

Aguanté y aguanté.

No tenía donde caerme muerta, así que aguanté. Aguanté y aguanté. Probé varios curros, pero ninguno me permitía salir de la miseria; ni mucho menos coger la puerta y largarme con mi hijo y poder darle una calidad de vida mínima. Aguanté y aguanté, durmiendo con mi enemigo. No me juzguéis.

En aquel momento no era tan fácil divorciarse y las condiciones laborarles a las que aspiraba una mujer sin estudios eran muy precarias. Limpiaba casas cobrando en negro, limpiaba hoteles con contratos temporales…, nada me garantizaba independencia económica suficiente como para sacar a mi hijo adelante. Eso y el miedo. Tenía miedo a la vida real. Abandoné el nido siendo una niña y las inseguridades me comían.

Mi marido mentía más que hablaba: me quedo una hora más en el trabajo, era sinónimo de irse de after work con su secretaria; es el cumpleaños de “Pepito” y los de la oficina vamos a tomar unas birras, solía incluir alguna que otra jornada de sexo con alguna clienta. Y así. Se las cazaba todas. ¿Por qué? Porque me volví una loca del coño, mirándole los SMS del móvil, los chats del portátil y hasta llegué a seguirle con el coche. No lo hagáis, aunque reconozco que a mí la verdad me dio paz mental.

Pero me vengué.

La venta fría llegó para salvarme la vida. Convertirme en comercial de robots de cocina, me hizo despegar como profesional. Con dinero en el bolsillo, esperé el momento idóneo para salir de mi casa. Quizá buscaba con cierta ansia algo de venganza.

En una de mis partidas como detective privado, acabé en una zona residencial la mar de maja. De esas a las que yo limpiando mierda ajena no aspiraba. Mientras veía a mi marido comerle la boca a aquella mujer en la puerta de su casa, pensé que sería interesante captar clientes para mi robot de cocina en aquella zona. Y así fue. Dejé pasar unos días y me enfundé en mi uniforme, cargué mi Thermomix y me presenté en casa de esa mujer. 

No solo le saqué información, sino los más de 1000 pavos que cuesta la máquina. Ella también estaba casada, también tenía hijos. Y, además de hijos, muchas amigas. Le prometí un regalo si me presentaba a su grupo. Al día siguiente, vendí 4 máquinas más. Empalmé una racha brutal que engordó mi cuenta bancaria.

Gracias a la amante de mi marido y a sus amigas, reuní suficiente pasta como para pedir el divorcio y largarme de mi casa. A día de hoy, soy una mujer independiente y jefa de zona, formadora de otras comerciales. De mi exmarido no sé nada. 

Anónimo.