Me gusta interactuar con niños. Me divierten y me enseñan. Me río con la inocencia de sus conclusiones, propias de mentes que el sistema aún no ha moldeado a su antojo. Me gusta observar con atención sus hitos de socialización y desarrollo.

No soy madre ni pretendo serlo, pero me gusta ser amiga, tía o prima de niños pequeños. Una cosa es ser “libre de niños” y otra es ser “antiniños”. Lamentablemente, es hacia esto último hacia lo que mi entorno me empuja cada vez más. Explico las maneras que tienen de hacerlo.

1. “¿Y tú para cuándo?”, “¿No se te antoja?”

Es IMPOSIBLE que mi pareja o yo interactuemos con niños, juntos o por separado, sin oír preguntas de este tipo. De verdad, no exagero. Si estamos en algún lugar o evento en el que hay niños, y nos dirigimos a alguno de forma amable, cariñosa y atenta, no faltan las preguntitas.

He pensado que lo sueltan como un halago, algo así como decir: “Creo que se os darían bien”. Pero, ¿hace falta recordar la intromisión en la privacidad y la intimidad de alguien que supone hacer esas preguntas?

2. La queja continúa

No haber vivido la experiencia no me convierte en ignorante total: puedo intuir lo durísima que es la maternidad, casi tanto como bonita y gratificante… según a quien le preguntes. Si te pregunto por tu hija con un interés genuino y me quieres contar que no duerme, que no come o que no hace caso, pues me lo cuentas porque es lo que estás viviendo. No vas a maquillar tus vivencias solo para que yo me quede únicamente con lo bonito de la historia, y siga viviendo feliz sin saber.

Cuestión aparte son las personas que viven en esa inercia de quejarse con amargura por la maternidad/paternidad apenas sin que salga el tema. Parece que han interiorizado que la queja es lo normal y otra cosa no se espera, porque resultaría ñoño y fuera de lugar. Y no es que hayan descubierto que son más infelices desde que son madres o padres, algo que merecería empatía y solidaridad. Sí que viven intensamente lo bonito, pero nunca lo comparten.

3. El monotema

Interactuando con niños, he llegado a una conclusión: son mucho más divertidos que sus padres. Por momentos he preferido jugar al balón con ellos o hacer carantoñas a un bebé que escuchar la letanía de su madre, que lleva DOS HORAS hablando de ropita, carritos y otros accesorios.

Que sí, que la maternidad es brutalmente transformadora, pero no te ha tragado y escupido como alguien 100% diferente. Me niego a creerlo. Lo que pasa es que vives en la rueda del monotema. Y mira, ni siquiera te pido que lo dejes si de verdad te resulta imposible interesarte por algo más, pero, al menos, filtra:

  • Últimas adquisiciones, horas de sueño, comidas, asuntos relacionadas con fluidos corporales…: no.
  • Cuestiones trascendentales de crianza y educación (horas de pantalla, problemas con otros niños, críticas al sistema educativo, falta de disciplina…), y cotilleos del grupo de WhatsApp de padres: sí.

4. La falta de atención

He conocido los dos extremos: personas que se transformaron en otras completamente diferentes con la maternidad y personas que no cambiaron ni un poquito cuando les llegó. Creo que estas últimas son peores, porque hacen lo mismo que antes de tener hijos y actúan como si no los tuvieran.

Se plantan en la terraza de turno, en la peluquería, en el cine, en la tienda o donde se tercie sin mirar a sus hijos ni de refilón. No se ocupan lo más mínimo y, como resultado, sus criaturas viven en anarquía, sin modales ni respeto. Para colmo, aún he tenido que oír: “Fulano y Mengana ya no van a querer venir más con nosotros, de lo mal que te portas”.

La respuesta involuntaria a todo lo anterior es evitar la interacción con los niños, cuando ni ellos ni yo tenemos la culpa de lo pesaditos que se ponen sus padres.

No sé cómo te has tomado este texto, pero, de verdad, no era la enésima crítica a padres y madres que has tenido que leer esta semana. Es un recordatorio de lo que sufrimos las parejas sin hijos y una llamada a la empatía. También la merecemos.

Esse