Recuerdo cómo éramos al principio. Miradas mutuas que nos cargaban de adrenalina. Ansia por saberlo todo del otro. Alimento esencial ese amor del que a cada rato comíamos a manos llenas. Ganas infinitas por compartir, descubrir y planear. No dejaba de pensar que, por fin, eras tú. Que, por fin, yo había saldado todas mis deudas y pecados y había llegado mi turno en el amor. Creo que jamás te dije lo feliz que fui en ese comienzo.

La montaña rusa llegó a tramos más sosegados donde ambos nos revelamos más nuestros. Llegábamos al pueblo siguiente al del enamoramiento. La tranquilidad me dio más serenidad. Pero me duró poco. Comencé a descubrirte inconstante y tardón. Disperso. Vago. Y pensé que tenía que ver conmigo, que tu interés disminuía, que yo había dejado de ser la fusta amable que te espoleaba en la vida. Y de fusta pasé a látigo. En mi mente, yo me responsabilizaba de tu situación, de tu apatía, de tu falta de ambición y por eso decidí exigirte, cambiarte, tirar de ti, apoyarte con más incondicionalidad que a mí misma y ayudarte de una manera que quizá te ahogaba, aunque nunca te lo pregunté.

Echaba de menos aquel principio y añoraba el futuro que nunca tuve. Pasaban los meses y veía que los pasos que yo quería dar no se cumplían. Y te eché la culpa sin decírtelo. Comenzaron tus reproches y, aunque tú no lo sabías, utilizaste palabras que ellos, los otros, los anteriores, habían arrojado contra mí. Y pensé que se repetía la historia.

Y pensé que, de nuevo, me lo merecía.

No te lo dije, pero a partir de entonces intenté mejorar yo. Me sentía culpable por exigirte y dirigí ese látigo hacia mí. No quería perderte, y si hay novias ‘normativas’, yo quería ser la más modélica. Recetas, sorpresas, cuidados, regalos, invitaciones, complacencia sexual, intentar parecerte más bonita porque ya nunca me lo decías… hacer que con todo eso volviéramos a las sensaciones del principio y camináramos hacia mi idea de futuro idílico. Me torturaba pensando que no era suficiente para ti, que no era especial y que aquella noche en que nos conocimos podías haber elegido a cualquiera.

Tú seguías tardando. Pensé que no te importaba. Tú seguías exigiéndome que no me tomara todo tan a pecho. Pensé que no te gustaba mi personalidad. Tú seguías sin ofrecerme nada de lo que yo quería. Pensé que no era más que tu libro de crucigramas del domingo.

Comencé a centrarme más y más en lo que nos desunía, en lo que no me gustaba de ti. Mi boca seguía cerrada y en mi mente cada vez giraba más la palabra fracaso. Una derrota propia pese a haberme vaciado entera, creía yo, para darte lo mejor de mí.

Un día sí te dije algo. Un ‘te quiero’ se me escapó y me preguntaste ‘¿por qué?’. No supe qué contestar. Sentía desencanto. Desilusión. Frustración. Al cabo de los días decidiste irte. Alegaste que yo no te quería, que estaba enamorada de un futuro perfecto y de mis necesidades autoimpuestas, no de ti. Me dijiste que me sobre-responsabilizaba, que mi mente no dejaba de anticipar situaciones negativas, que me ahogaba en un vaso de agua y, sobre todo, en mis pensamientos.

En esto tienes razón. Aunque tampoco te lo dije.

Pero sí que te quería.

Photo by Naomi August