Tenía yo una compañera de clases de esas que van siempre de punta en blanco. La tía, que además se sentaba cada día a mi lado, se marcaba unos outfits que ya los hubiera querido yo para mis mejores ocasiones. Y no es que ella desentonara por el exceso de sus modelitos, ¡qué va!, en todo caso la que quedaba como el culo era yo, que en comparación parecía ir en pijama.

Siempre achaqué mis falta de interés por ser presumida a mi forma de actuar un poco masculina. Desde bien pequeña a mí lo que me iba era enguarrarme en el barro, o pintarrajearme los brazos con témperas. Jamás fui de esas que le roban el pintalabios a mamá para parecer la Señorita Pepis, como mucho lo hice pero con la finalidad de dibujar chorretones de sangre en unos muñecos a los que acababa de ‘operar’.

Claro que con el paso de los años, y un poco sobrepasada por la presión social, me uní a eso de darme unos brochetazos cada día antes de salir de casa. Trabajaba en una oficina y me generé esa obligación creyendo que mis superiores no me tomarían en serio si no iba cada día perfecta al trabajo.

¡Monerías y tonterías, también lo digo! Que en aquella oficina de estirados lo último que hacían mis jefes era fijarse en cómo iba de guapa la más pringada de la plantilla. Pero una de ilusiones, pues también vive.

Y antes la falta de renovación de mi contrato de mierda guardé en una esquina del baño mi neceser de maquillajes y potingues. Juro que así lo hice. Cogió polvo, todo el del mundo, y lo destiné a colocar sobre él una preciosa cestita de mimbre súper decorativa.

Han pasado casi diez años desde aquella época en la que, debo decirlo, muchos destacaron lo guapa que me veía cada día (como si el no maquillarse supusiera ser un orco de las hordas de Mordor). Hace algunos días, en una entrevista de trabajo, el encargado de hacerme las preguntas de turno me dejó caer muy elegantemente que en su oficina agradecen mucho que todo el mundo vaya arreglado. Yo, sin indignarme ni un poco, pregunté si el ir bien vestido pero no en exceso supondría un problema. Él, algo nervioso e incómodo, me respondió que en absoluto, pero que allí casi todas las mujeres tendían a preocuparse bastante por ir de punta en blanco.

Lo dejé ahí. Lo cierto es que pude haberle preguntado si él también se tiraba casi una hora frente al espejo cada mañana para ‘lucir perfecto’. O si él también se hacía el eyeliner a toda velocidad porque así la plantilla sería de guapos y no de perdedores…

Como buena mujer Mr Puterful yo ya tengo suficiente con salir cada mañana espabilada de mi casa, todo lo que haga más allá es un regalo para los que me rodean.

 

Anónimo