Para Laura aquellos meses después de la separación fueron los peores de su vida.

No sabía qué hacer, apenas si conocía la vida sin él. Llevaban juntos desde los diecisiete años, conviviendo desde que se fueron a estudiar a la misma ciudad y ocultaron a sus padres que uno de los inquilinos del piso de estudiantes que compartían, era su pareja.

Pero ya no reconocía al hombre con el que se había casado en aquel tío de mirada gélida con el que se reunía para decidir qué hacer con el piso que prácticamente acaban de comprar. Solo se veían con la compañía de sus respectivos abogados.

Les llevó casi un año alcanzar una mierda de acuerdo con el que él aceptó por fin dejar el piso que tanto les había costado encontrar y ponerlo en alquiler para repartirse la renta. Laura necesitaba venderlo para poder permitirse la independencia, él lo sabía. Por eso se negó rotundamente a vender y sólo aceptó la opción del alquiler, por fastidiar. Eso la había obligado a volver a casa de sus padres.

Laura no entendía nada, fue él quien quiso separarse. ‘Se nos acabó el amor’, le había dicho. Y ella lo aceptó, aunque a ella no se le había acabado por aquel entonces.

Con el tiempo entendió que debía haber hecho caso a aquel malestar que sentía mientras planeaban la boda. Era como un presentimiento, algo le decía que no debían dar ese paso, pero no supo interpretar las señales y ahora ya era tarde.

Era tarde para recuperar sus mejores años. Años y años de su juventud que se habían ido por el desagüe, desperdiciados con un tío que le había pedido que se fuera a casa de sus padres con la ropa que cabía en una maleta, porque se le había acabado el amor y no soportaba seguir compartiendo techo con ella.

Y allí estaba, la muy idiota, durmiendo en la cama de noventa de la que había sido su habitación hasta la universidad. Joder, aún tenía las estrellitas fosforescentes en el techo que con tanto ahínco les había pedido a sus padres. Con siete años le flipaban, con treinta y cuatro las putas estrellas esas eran un bofetón, una patada en el estómago. Eran unos cuantos trocitos de material luminiscente gritándole cada noche la vida de mierda que llevaba y cuán lejos estaba de lo que ella había imaginado que sería a esas alturas.

Hasta que un día se cansó.

Se cansó de llorar. De arrastrarse de la cama a aquel trabajo que odiaba y por el que le pagaban tan poco que ni siquiera se podía permitir vivir sola y a sus anchas. Se cansó de autocompadecerse. De ser infeliz. Y por la noche, contemplando aquel universo en miniatura, tuvo una revelación.

Por fin tenía un objetivo, así que pidió una excedencia y dedicó la primera semana de su nueva vida a vender todo lo que tenía, que no era mucho, pero tendría que llegar. Empezó por vender al peso el oro de la alianza que ya no se ponía y terminó por el coche que no iba a usar.

 

Sus amigos pensaron que sería una enajenación mental transitoria y que volvería mucho antes de lo que decía. Sus padres no la comprendían. Se ofrecieron a ayudarle, tanto si aceptaba cambiar de planes, como si los mantenía, pero ella rechazó el ofrecimiento. Quería, no, necesitaba hacerlo ella sola.

Compró un billete de ida, una maleta grande, se apuntó a una academia y reservó dos semanas de estancia en un albergue de Londres. Si no encontraba trabajo en el plazo de un mes… Ya vería, no quería pensar en ello aún. Por el momento iba a mejorar su inglés.

Ni ella misma se lo creía cuando, siete días después de su llegada, el gerente del albergue le preguntó si le interesaría el puesto de recepcionista que acababa de quedar vacante. Ni cuando, tres días más tarde, uno de los chicos que se hospedaban allí, y con el que se había tomado un par de copas una noche, le dijo que iba a alquilar un piso con otros colegas y les hacía falta uno más. ¿Vivir con cuatro niñatos de tres nacionalidades diferentes en un piso patera del viejo Londres? ¿Why not? Estaba viviendo el Erasmus del que se había privado cuando correspondía porque un tipo, al que se le iba a acabar el amor, se lo había rogado. Así que, venga, a lo loco.

Pronto descubrió que, entre las clases, sus turnos y las largas jornadas de trabajo, y de lo que no era trabajo, de sus compañeros de piso, la realidad era que gozaba de bastante tiempo sola en casa. Mucho más del que tenía en la de sus progenitores, aunque añoraba los zumos recién exprimidos que le hacía su madre.

Su compañero favorito era un francés, llamado Jean, que trabajaba de pinche en un restaurante y que soñaba con tener el suyo propio. Lo sabía porque era con el que más coincidía en el piso y el chaval era tremendamente charlatán. Pero en plan bien, era un niño muy mono y con una conversación agradable. Podían hablar durante horas, nunca se hacían silencios raros, ni le hacía preguntas incómodas ni nada parecido. Era fácil estar con él.

Llevaba un par de meses viviendo en aquella mini delegación de la ONU cuando Jean llamó a su puerta la noche del único viernes que iba a librar en mucho tiempo. Le pidió que probase unos platos que había cocinado y que ya tenía cuidadosamente colocados en la mesa cutre del salón, que con un trapo grande por mantel y unas flores secas, parecía mucho menos cutre.

A Laura le enterneció que el chico hubiese dedicado a cocinar la única noche que podía haber aprovechado para disfrutar como cualquier otro de su edad, y salir de farra hasta que tocaran las campanas de los pubs. Como sí habían hecho el resto de sus compañeros.

Bebieron vino, se pusieron hasta arriba de deliciosa comida y se vieron en la necesidad de tomar un chupito o dos para favorecer la digestión. Igual fueron tres. En cualquier caso, a Laura le vibraba el cerebro dentro del cráneo cuando Jean se pegó a ella en el sofá y le puso una mano encima del muslo. Le dio la risa, pero Jean no se arredró. ‘¿Qué haces?’ le preguntó. ‘¿Te molesta?’ quiso saber él, llevando la otra mano hacia su cadera y acercándola más a su cuerpo. Laura se hizo la misma pregunta y llegó a la conclusión de que molestar, lo que se dice molestar, no le molestaba. ‘¿Cuántos años tienes Jean?’. Veintiuno, le contestó.

Joder, le llevaba casi catorce años. Laura empezó el instituto el año que Jean nació. Le dieron su primer beso cuando él era un bebé. Y sintió la misma sacudida en el estómago que aquella primera vez cuando Jean pegó sus labios a los suyos. Solo que, en esta ocasión, el beso fue a más. A mucho más.

Definitivamente el Erasmus se le estaba yendo de las manos, pensó cuando se escabulló de madrugada del cuarto de Jean. Pero lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja y como a dos centímetros sobre la cotrosa moqueta del pasillo.

Sin embargo, después de la ducha de la mañana y con la mente despejada, se prometió que no iba a volver a ocurrir, de verdad lo hizo. Evitó a Jean deliberadamente durante días hasta que, casi dos semanas más tarde, el hundimiento del colchón cuando él se sentó a su lado la despertó en mitad de la noche. Se quitó la camiseta, se deshizo de las deportivas… ‘Si de verdad quieres que me vaya dímelo y no te molestaré más’ fue lo que le dijo cuando Laura se incorporó. ‘Esto no está bien, Jean, soy mucho mayor que tú’.

A Jean eso no le sonó a ‘quiero que te vayas’ y ciertamente, no lo era. De modo que terminó de quitarse la ropa y se metió en la cama. Y ella no lo echó.

Laura se sentía como la chiquilla de veinte años que debería ser para que su relación con Jean estuviese bien. La diferencia de edad le mortificaba, sentía que lo suyo no tenía ningún futuro. Le aterraba la posibilidad de que Jean se despertase un día y se preguntase qué coño hacía con ella. Pero cuando estaba con él se le olvidaba todo y simplemente era… feliz.

Así que se dejó llevar.

Uno de los chicos dejó el piso porque regresaba a su país, por lo que pusieron en alquiler su habitación y la de Laura, pues no tenía sentido seguir pagando sus dos cuartos si se pasaban las noches metidos en uno de ellos.

Cuando eres feliz el tiempo dobla la velocidad. Laura no se podía creer que su excedencia estuviese a punto de finalizar. Debía decidir si regresaba o no.

Tenía treinta y cinco años, edad más que suficiente para haber sentado la cabeza y abrir un plan de pensiones.

Pero Laura vivía en un piso patera, había dejado las clases de inglés, tenía un contrato basura en un albergue por un salario con el que apenas ahorraba diez libras a la semana y bebía los vientos por un crío de veintiún años.

Volvió a llorar por primera vez desde que tuvo la revelación bajo las falsas constelaciones del techo de su dormitorio de la casa familiar, su idilio londinense había sido lo más bonito que había vivido jamás, pero iba a dejar a Jean y volver a casa.

Le dejó dormir porque esa noche había llegado muy tarde, pero, en cuanto escuchó que se metía en la ducha, entró en el dormitorio y se sentó en la cama dispuesta a empezar una conversación con las palabras ‘tenemos que hablar’.

Jean se sentó a su lado, vestido solo con una toalla, con el pelo chorreando y esa cara de niño bueno que le hacía parecer más joven aún.

‘Ha llegado el momento, ¿no?’. Laura asintió. ‘Muy bien. Me voy contigo’. Y cuando ella, sorprendida, le preguntó que a dónde iban a ir, él prosiguió: ‘Me voy contigo a España, a Francia, a Australia o a China. Me da igual, pero no vamos a romper, porque tú y yo estamos hechos el uno para el otro, por más que nos hicieran con unos años de diferencia.’

El corazón de Laura se hinchó con tal fuerza que derribó las resistencias que había levantado a su alrededor, y el amor que ese chiquillo le hacía sentir apagó la vehemencia con la que su cerebro la convencía de que no era correcto.

Han pasado cinco años desde entonces, Laura y Jean siguen juntos y felices. Al final se han asentado en España y están a unos treinta mil euros de montar su propio restaurante.

Sus amigos seguimos haciendo bromas sobre la diferencia de edad, pero cada vez con menos frecuencia, porque ella ya casi no se molesta, y porque él ya habla suficiente español como para pillarlas a la primera. Y así ya no nos hace gracia.

Además, todos nos hemos dado cuenta de que la edad es solo un número y que Laura y Jean juntos son un número perfecto.