Sé que no es lo más habitual, pero en mi caso, así fue: cuando me divorcié, di voluntariamente la custodia completa de mi hijo a su padre.

Nuestra familia, desde el inicio, tampoco era una familia al uso: yo era la que sostenía la mayor parte de la economía familiar. Cuando mi ex marido y yo nos conocimos, muy jóvenes, empezaban a despegar nuestras respectivas carreras, y ambos ganábamos más o menos lo mismo. Poco a poco, fuimos evolucionando hacia deseos distintos y eso también marcó nuestro modo de vida.

Yo siempre fui muy ambiciosa y cada vez quería más. No me conformaba con el puesto y el cargo que mantenía. Nunca dejé de estudiar, examinarme, correr muchos riesgos, apostar. Y así, poco a poco, conseguí llegar bastante alto en mi sector laboral.

 

 

Él, sin embargo, una vez posicionado era muy feliz con lo que tenía, aunque eso supusiese un sueldo menor y un puesto más rutinario, pero con menos responsabilidades.

En principio, eso no nos separó. Él me apoyaba en todo y para mí, era mi hogar seguro y libre de ambiciones cuando me recibía entre sus brazos después de un largo y estresante día de trabajo.

Cuando nació nuestro hijo, de hecho, fue maravilloso para ambos ser tan compatibles como para poder llevar adelante esa familia con facilidad. Yo estaba feliz y enamorada de mi bebé, pero deseaba con todas mis fuerzas volver a mi puesto de trabajo una vez acabada la baja por maternidad.

En mi empresa me ofrecieron la posibilidad de reajustar mis funciones y teletrabajar, reducirme la jornada, incluso coger un tiempo de excedencia si así lo necesitaba. Yo me negué rotundamente: estaba deseando volver a las reuniones, a los viajes internacionales, al estrés del día a día.

 

Mi marido me lo puso en bandeja:: él estaría encantado de cogerse esa excedencia si así lo decidíamos, y así dedicarse a estar con el peque durante su primer año de vida. Teníamos recursos suficientes para pagar guarderías u otros cuidadores en caso de no hacerlo, pero él realmente deseaba vivir todo aquello. Estaba verdaderamente loco con nuestro bebé.

Yo acepté encantada aunque supusiese un tiempo de meter menos dinero en casa y yo fuese prácticamente la única responsable de hacerlo. Pero la culpa intrínseca por ser mujer y querer volver a la normalidad cuanto antes, alejándome incluso de mi recién nacido, se alivió bastante con esta decisión.

Así pasó el primer año de nuestro hijo y la excedencia de su papá aún se alargó otro añito más, de nuevo por voluntad y deseo suyo y por decisión de ambos. Cuando esta acabó, volvió a incorporarse a su puesto de trabajo, pero nunca desconectó de su papel de cuidador principal: desde el momento de levantarse hasta el de dormirse por la noche, era él el que prácticamente se ocupaba de todo (tal y como suelen vivir la mayor parte de las madres).

 

 

Por mis interminables horarios y mis continuados viajes, se puede decir que yo llegaba cuando estaba todo hecho y, a veces, veía literalmente a mi hijo tan solo un día a la semana.

Con el tiempo, las diferencias en la pareja se hicieron cada vez más grandes y desembocaron en ruptura. Fui yo la que cogió sus cosas y se fue de casa, sola. ¿Qué sentido hubiera tenido permanecer en ella, el hogar tan cuidado y mantenido por mi marido y que yo tan solo pisaba prácticamente para dormir (y no siempre)?

Es obvio que yo amaba a mi hijo, así que lo veía cada vez que mi trabajo lo permitía, como antes de separarnos. Y cuando llegó el momento de formalizar papeles, no hizo falta prácticamente hablar ni discutir. Lo coherente, dado mi modo de vida, era que el niño continuase con la que estaba llevando hasta ahora y la custodia completa fuera para mi ex marido.

Tengo que reconocer que me costó un poco aceptar la situación. Si anteriormente me había sentido una madre pésima por mi condición femenina y mi rol “masculino” en el día a día, cuando el divorcio se materializó, aquella sensación aún se intensificó más.: ¿qué clase de madre renunciaba por voluntad propia a la custodia de su cachorro?

Llegué a sopesar una custodia compartida, pero esta habría implicado un cambio y renuncia por mi parte en el aspecto laboral y un cambio también radical en la vida y rutina de mi hijo. La otra opción para que esto fuera factible habría sido tirar de cuidadores o personas externas durante mis largas ausencias pero ¿qué era lo mejor realmente para mi hijo?

 

 

Con cierta tristeza, asumí que lo más adecuado era que su vida continuase siendo como hasta ahora, teniendo su figura paterna tal y como la tenía y la mía, la materna, de forma más puntual (tal y como la había tenido también hasta ahora).

Con el tiempo, todos nos acostumbramos a ese modo de vida y yo creo que el niño fue el que menos notó el cambio y menos sufrió la situación. En la actualidad, somos felices con nuestro modo de proceder y nuestro tipo de familia. Mi hijo sabe que me tiene siempre, aunque sea por teléfono y vídeollamada cuando no puedo estar físicamente.

Yo sé que está bien cuidado y atendido. Es la misma situación que había antes de separarnos, solo cambia un papel en el que parece que yo, por mi condición de mujer, he “renunciado” a estar con mi cachorro. Pero creo que, aunque aún me duela sentirme juzgada por terceros cuando conocen la historia, yo ya he conseguido superar mis prejuicios.

 

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