Creía que estas cosas solo pasaban en las películas, hasta que me ocurrió a mí y todavía no me sobrepuesto de la impresión del suceso…

Aquella noche, como siempre, cuando llegué a casa saludé a mi querido perro, comprobé que se había comido todo su pienso y le puse su arnés para sacarlo y que pudiera dar el último paseo del día.

Esa salida nocturna no solo es el momento de mi perro, también es el mío: en pleno silencio de la noche y caminando bajo las estrellas, es prácticamente mi única ocasión de cada día para disfrutar de un poco de silencio, perderme en mis propios pensamientos y disfrutar de la belleza de lo natural: la Luna, la penumbra, el sonido de la noche, el vacío de las calles…

 

 

Para mí siempre fue mi momento preferido del día… hasta que la noche de los hechos se convirtió en un infierno y ya nunca lo he vuelto a vivir de la misma manera.

Solía sacar a mi perro por los alrededores de mi casa. No me iba muy lejos a pesar de que intentaba que su paseo fuera largo, que pudiera no solo hacer sus necesidades sino también correr un rato, jugar y soltar un poco de energía.

Como además ya no solía haber nadie a esas horas por ahí, lo soltaba en un pequeño descampado que se encontraba en el barrio.

No me preocupaba que se escapase o se metiese en problemas ya que mi perro era el ser más fiel, pacífico y obediente del mundo. Por eso, aquella noche me invadió la inquietud cuando comprobé que se alejaba inquieto, y no acudía de regreso.

 

 

Estaba bastante oscuro en la zona donde nos encontrábamos y pronto lo perdí de vista, camuflado en lo negro de la noche, así que empecé a llamarlo, primero con paciencia y suavidad (“habrá visto algo moverse que ha llamado su atención” pensé) y, poco después mucho más fuerte, ya alarmada, al ver que no solo no obedecía sino que reinaba el silencio y ni siquiera oía sus pisadas ni correteos. Eso NO ERA NORMAL en mi perro.

Seguí llamándolo mientras me movía por la zona, cada vez más alto y nerviosa. Sentí pánico de que, con la tontería, se perdiese y no supiese volver, así que me introduje en el descampado y empecé a recorrerlo alumbrándome con la linterna del teléfono móvil.

Por suerte, mi susto duró muy poco. En seguida, escuché su correteo de nuevo hacia mí, y me preparé para colocar la correa en su arnés y así evitar que volviese a suceder lo mismo.

 

 

Pero, cuando al fin apareció ante mis ojos, cumplir mi propósito fue imposible: estaba alterado, dando vueltas a mi alrededor, ladrando, como queriendo decirme algo.  No era capaz de dejarse poner la correa ni de ser controlado de ninguna de las maneras.

De nuevo, echó a correr hacia el interior del descampado, pero esta vez se giraba, regresaba a donde yo estaba y volvía a echar a correr, como si me esperase o quisiera jugar conmigo.

Yo conocía bien a mi perro y, por tanto, no reconocía este comportamiento como típico en él. Me incliné por pensar en que me estaba invitando a seguirle, y acerté.

 

Volví a poner la linterna y me adentré tras él entre las malas hierbas. Mi perro continuaba su camino con seguridad, convencido de que yo iba tras él.

Comprobé que antes, pese a mi miedo, no se había ido demasiado lejos, pues en menos de un minuto llegamos a un punto bastante escondido del descampado y se paró frente a unos matorrales secos mientras volvía a ladrar escandalosamente y me miraba.

Me acerqué a ver qué es lo que tanto había llamado su atención. Esperaba encontrarme cualquier cosa pero casi me da un infarto allí mismo cuando vi aquello ante lo que había reaccionado así.

Lo primero que vi y que me llevó al pánico más absoluto fue una mano con su brazo correspondiente.  Sin salir de mi asombro y con el corazón a mil, bordeé un poco más los matorrales y vi el resto.

 

Era el cuerpo de un hombre de mediana edad, tumbado boca arriba, con signos visibles de haber sido agredido.

No puedo dar más detalles, primero porque no tengo ninguna intención de entrar con este relato en el morbo más escabroso, y segundo porque yo misma sigo sin saber qué vieron mis ojos exactamente.

Entre la oscuridad de la noche, la visibilidad que dio el foco de la linterna a modo de flash, y el pánico en el que entré en ese momento, lo único que se me ocurrió fue salir corriendo de allí. Esta vez sí me dio tiempo a ponerle la correa a Rufo, que era como se llamaba mi pequeño héroe.

 

 

Una vez salí del descampado, ya bajo la luz de las farolas, atiné a marcar el número de la policía y comunicar lo que había sucedido, sin dejar de andar a toda prisa alejándome de la zona. Una tontería porque me hicieron volver poco después para contrastar el sitio exacto y dar mi testimonio, pero no me sentía segura del todo hasta hacerlo acompañada.

Tardé mucho en volver a atreverme a dar esos paseos nocturnos con la normalidad de antaño. Lo hacía prácticamente en mi misma calle, solo para el desahogo de mi perrito

Poco a poco, empecé a alargar esas caminatas, pero nunca volví a disfrutarlas como antes y mucho menos a pasar por aquella zona, aunque mi perrito siempre tiró hacia allá, como deseando volver al lugar para comprobar que todo estaba en orden…

 

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