Por sus antecedentes, mi amiga Marta debía ir cada año a hacerse una analítica y cada dos años a revisarse los lunares. Al parecer, en su familia habían aparecido varios casos de un tipo de cáncer muy concreto que suele ser hereditario y, para evitar sustos y desgracias, todos los miembros de la familia se revisaban cada año.
Durante la etapa del instituto, su madre la sacaba de clase una o dos veces por curso para ir al médico como prevención. Al llegar a la universidad, la daba arrastrado como mucho una vez al año, en primavera que estaba de mejor humor y le importaba menos perder el tiempo.
Pero antes de los 30 Marta se fue de casa. El primer año su madre pidió cita y de paso Marta la acompañó y se revisó ella también, sin embargo, aquella rutina que debería estar más que marcada por la costumbre y por todos los duelos por pérdidas familiares que habían tenido que pasar, no había calado muy hondo en Marta y en cuanto la vorágine del trabajo, las facturas y el resto de preocupaciones de la vida adulta la invadieron, pospuso definitivamente sus revisiones recomendadas.
Su madre sufría mucho. Cada vez que ella iba al médico le decía “¿Pido cita para ti también?” Pero ella siempre tenía algo que hacer.
Las constantes visitas al médico de su madre no la libraron de terminar enfermando y, cuando ya estaba realmente mal, le hizo prometer a su hija que no seguiría posponiendo sus revisiones y ella accedió, aunque tuviese siempre en mente lo poco de lo que le había servido a su madre estar siempre preparada, si finalmente había enfermado igual y no la habían pillado a tiempo de la recuperación total.
Cuando su madre murió paso meses sin ser capaz de nada, solamente iba a trabajar y se metía en casa a llorar en el sofá. La pena que se le había instalado dentro era tan grande que no la dejaba reaccionar. Tiempo después se convenció de que aquella pena era la promesa incumplida que le había hecho a su madre y pidió cita con su médico.
Al entrar en la consulta y leer su historial, su médico le soltó un buen sermón sobre lo importante de acudir a todas las revisiones recomendadas. A pesar de estar disgustada por el tono del doctor, sintió alivio en su interior y creyó que era exactamente eso lo que necesitaba hacer, cumplir su palabra y así sentirse mejor.
Pero días antes de su cita para recoger los resultados, su médico la llamó para que se acercase a su consulta para hablar. Ella, ocupada con mil cosas del trabajo, le pidió que le hiciera un resumen por teléfono, que ya le había costado poder ir allí en ese horario la otra vez como para volver a ir en menos de una semana dos veces más.
El doctor, dolido por la pérdida reciente de una de sus pacientes (la madre de Marta) y la irresponsabilidad de su hija le dijo por teléfono, sin más explicación ni anestesia, que unos resultados en su analítica parecían indicar que padecía un cáncer similar al que había matado a su madre unos meses antes y que, cuando tuviera tiempo, debía pasarse a pedir cita con el oncólogo; y le colgó el teléfono.
El médico no había tenido mucho tacto, pero ella reconoció que hizo lo que debía hacer dada su actitud. Una tonelada de realidad le cayó en los hombros, un millón de “Te lo dije” con la voz de su madre sonaron en su cabeza y un sinfín de arrepentimientos la abrumaron durante semanas.
Porque nunca quería ir al médico, ya que nunca pasa nada en realidad. Pero fue tan duro oír que, si la llegan a ver solamente un par de meses antes, no tendría que llevar ni quimio siquiera y que ahora tendría que someterse a una serie de tratamientos infames que podrían matarla sin la garantía de que así la pudiesen salvar…
Una enorme pena el caso de Marta, una chica que, antes de los 40 experimentó en sus propias carnes la importancia de acudir puntual a sus revisiones. Esperemos que salga de este tormento tan horroroso que le ha tocado vivir y que, a partir de ahora, no se salte ni una sola cita médica más.
Escrito por Luna Purple, basado en una historia real.
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